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"El sueño de Ellis". La angustia de emigrar

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En un día como hoy los Estados Unidos están de fiesta, celebrando el día en el que se independizaron del reino de Gran Bretaña, en 1776, cuando el país lo formaban únicamente 13 colonias ubicadas en la costa este y la mayoría del país apenas estaba explorado y lo habitaban tribus indias que fueron esquilmadas con el paso de las décadas en la conquista del territorio por parte de esos descendientes de colonos venidos de Europa. Y es que las películas del Oeste nos enseñaron muchas veces que los malos eran los indios, pero fueron los colonos los que les quitaron sus tierras, confinando a los supervivientes en reservas. Pero ya se sabe aquello de que la historia la cuentan los vencedores.



El caso es que Estados Unidos es un país construido en función de la inmigración desde su propio origen y durante su expansión hacia el Oeste. Gente llegada de todos los continentes fueron poblando las ciudades y los estados y aclimatándose a una nueva realidad lejana a lo que habían conocido, desde escandinavos llegados del frío y la nieve que se asentaron en llanuras resecas donde apenas caía una gota de agua a esclavos del África tropical sacados a la fuerza de sus poblados y que trabajaron durante décadas en plantaciones de todo tipo. Mientras tanto, las ciudades se estratificaban por nacionalidades, en función de aquellos que llegaban en masa huyendo de sus países, con viajes de semanas hacinados en barcos y buscando una nueva oportunidad en el Nuevo Mundo, tierra de promesas donde podían quitarse las cadenas que en el Viejo Mundo les obligaban a ser otra cosa.



Sin embargo no es oro todo lo que reluce y muchos de ellos sufrieron un sinfín de dificultades para empezar el sueño americano, viéndose postergados por otros que reclamaban más derechos por haber llegado antes y querer ser más americanos que ninguno. Gente analfabeta que en muchos casos desconocía el inglés y tuvo que abrirse paso como buenamente pudo y que dieron origen a sagas familiares que hoy habitan ese país de una forma muy diferente a como lo hicieron sus antepasados. Es esa capacidad de construir algo de la nada lo que siempre me ha llamado la atención del fenómeno de la inmigración, un fenómeno reflejado en algunas ocasiones en el cine, siendo una de las primeras de mano de un inmigrante que logró el éxito en su país de adopción tras una infancia pobre y una necesidad de poner humor en las tristezas del día a día, el británico Charles Chaplin.


Otro que reflejó aquel fenómeno fue otro hijo de inmigrantes, italianos en su caso, el director Francis Ford Coppola en la segunda parte de "El Padrino", donde se contaban los orígenes de Vito Corleone antes de convertirse en un temible mafioso.


Es de inmigración de lo que habla el director James Gray, descendiente de judíos rusos, en su quinta película, "El sueño de Ellis". Su cine trata siempre de gente fuera de su medio y de lazos familiares que pesan más que cualquier otra cosa. La familia y el crimen fueron el leitmotiv de sus tres anteriores películas ("Little Odessa", "The yards" y "La noche es nuestra") y que en su cuarto largometraje, "Two lovers", cambió el crimen por el amor, logrando su mejor película en una perturbadora historia de amor, como deben ser las historias de amor que realmente se precien.

 
"El sueño de Ellis" se ambienta en 1921, año en el que Ewa (Marion Cotillard) y su hermana Magda dejan su Polonia natal y emigran a Nueva York. Cuando llegan a Ellis Island, a Magda, enferma de tuberculosis, la ponen en cuarentena. Ewa, sola y desamparada, cae en manos de Bruno (Joaquin Phoenix), un hombre sin escrúpulos. Para salvar a su hermana, Ewa está dispuesta a aceptar todos los sacrificios y se entrega resignada a la prostitución. La llegada de Orlando (Jeremy Renner), ilusionista y primo de Bruno, le devuelve la confianza y la esperanza de alcanzar días mejores. Con lo que no cuenta es con los celos de Bruno.



En el cine de James Gray sus personajes se debaten entre lo que deben y lo que quieren hacer, entre aquello a lo que aspiran y el lugar que ocupan en un determinado entramado familiar o social. Sus deseos raramente se traducen en actos y la fuente de amor es al mismo tiempo fuente de dolor. Por eso, aunque el cine de Gray sea evidentemente cine por el cuidado de sus planos y su buen acabado técnico, es un cine tremendamente realista que sabe jugar con las convenciones para acabar ofreciendo un pedazo de realidad. La fotografía en tonos sepia y el uso dramático de claroscuros recuerda muy mucho a lo que hizo el recientemente fallecido Gordon Willis con la fotografía de la trilogía de “El padrino” (las secuencias en la oficina de recepción a emigrantes o los planos generales del barrio donde Bruno lleva a vivir al personaje de Ewa parecen salidos de la segunda parte de la trilogía mafiosa). Asimismo la interpretación de una excelente Marion Cotillard parece homenajear a las divas del cine mudo, con un rostro que expresa todo el sufrimiento que padece la protagonista, sin necesidad de verbalizarlo.




 
Si en “Two lovers” se nos hablaba de un hombre indeciso entre dos mujeres aquí el triángulo se produce a la inversa y con variaciones en las motivaciones de sus personajes. La mujer está dividida entre el sagaz Bruno, el hombre que le da cobijo pero que tampoco duda en involucrarla en la prostitución y el más prometedor Orlando, que desde el principio la trata como a toda una dama y que le ofrece la oportunidad de una vida nueva, alejada de las privaciones a las que la somete Bruno. Ella sin embargo guarda su amor para su hermana, por la que padece todo tipo de degradaciones a la espera de conseguir el dinero suficiente para pagar su tratamiento sanitario. En este sentido, la fe acaba teniendo un papel muy relevante, ya sea la fe religiosa de Ewa, que le da fuerzas en las dificultades y que al mismo tiempo le atrae hacia Orlando, cuya magia se inspira precisamente en la fe.




Gray sabe ofrecernos una vez más a personajes falibles, personajes que pueden ser buenos pero que acaban haciendo cosas malas según las circunstancias. Ewa es una buena mujer, pero deberá hacer algunas cosas que harán que se odie a sí misma, Orlando tiene alguna doblez más de lo que aparenta y Bruno tampoco es un monstruo, pues a pesar de esclavizar a Ewa acaba demostrándole el amor que le profesa. Para ello cuenta con un trío de intérpretes a la altura de las circunstancias, especialmente la francesa Marion Cotillard, una actriz que se revela como de lo mejorcito que se puede encontrar ahora en el cine mundial y que demuestra una vez más que es una sufridora nata en la pantalla, de las que hacen que suframos con ellas y que deseemos darles consuelo, siguiendo la estela de su compatriota Juliette Binoche.


De este modo, "El sueño de Ellis" es una película de indudable interés que sin embargo no llega al nivel de intensidad emocional de "Two lovers". Una película espléndida en su primer tercio, al mostrar la llegada de Ewa a Estados Unidos y la adaptación a su nueva vida, que decae algo en su parte central para remontar en su último tramo y dejar buen sabor de boca con un plano final en el que se pone de manifiesto que Gray es un cineasta de los que quieren hacer algo con la cámara, de los que quieren sumar su granito de arena a un séptimo arte en tantas ocasiones invadido por la rutina. Un placer para el espectador un poco exigente tener a cineastas de este calibre produciendo nuevas historias.



Mis historias con Coldplay

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El pasado 19 de mayo cumplía 32 años y en una feliz casualidad también salía a a luz "Ghost stories", el nuevo disco de la banda británica Coldplay, mi grupo favorito. Un álbum de carácter más intimista que algunas de sus últimas producciones y que habla de desamores y relaciones amorosas rotas. Quién sabe si por influencia de la separación de su cantante, Chris Martin, de la actriz Gwyneth Paltrow, con la que ha estado durante una década.


Coldplay se formó a finales de los 90 y lo componen su cabeza visible, cantante y ocasional teclista, Chris Martin, el guitarra Jonny Buckland, el bajo Guy Berryman y el batería Will Champion. Sacaron su primer disco con la llegada del siglo XXI, en el año 2000 y lo llamaron "Parachutes", un disco que fue muy bien recibido y que llegó a ser premiado con un Grammy al mejor álbum de rock alternativo.



Fue por una canción de este disco por la que conocí al grupo, una canción que sonaba en un anuncio que emitían varias veces por la radio en aquella época y que usaba la canción "Trouble". Busqué información por Internet en una página que te decía qué canciones sonaban en los anuncios y me mostré interesado por saber más de ese grupo.


Aprovechando la existencia de una tienda de mi ciudad natal que alquilaba discos musicales como los videoclubs con las películas, fue a ver si tenían algo de esos Coldplay y me encontré con el "Parachutes", que alquilé y que estuve escuchando varias veces en los tres días que tuve de plazo y que me gustó tanto que lo grabé en una cinta de cassette. Los que sean más jóvenes que yo, los que hayan crecido con Spotify, Youtube y similares, esto les sonará a muy antiguo, pero son cosas que yo hacía cuando rondaba los 20 años, no hace tanto en tiempo real, aunque una barbaridad en tiempo tecnológico, siempre tan raudo en dar el siguiente paso. El caso es que me gustó mucho aquel disco, cuyo sonido tristón y evocador conectaba mucho con mi sensibilidad juvenil de entonces, algo torturada y tendente a  la melancolía y así hubo no pocos viajes desde mi ciudad natal a aquella en la que estudié en las que escuché una y otra vez las canciones del disco. Lo que no sabía era el éxito que estaba teniendo y que estaba a punto de aparecer un nuevo volumen de esos muchachos ingleses que sonaban tan tristones, "A Rush of blood to the head", que incluso me sorprendió que se anunciara en televisión. Un disco que daría lugar a algunos de los clásicos de Coldplay, como "In my place", "The sciencist" o "Clocks", cuya melodía sonaba en los anuncios del álbum.


Yo seguía en la universidad y haciendo muchos viajes de ida y vuelta en autobús, en los que ya tenía para escuchar dos discos de Coldplay, que sintonizaba en función de mi estado de ánimo. Si "Parachutes" es muy intimista y muy oportuno para los momentos de bajonazo autocomplaciente, "A rush of blood to the head" empieza a subrayar en algunas canciones el tono épico que será marca de distinción de Coldplay para muchos. El éxito del grupo fue aumentando y su público también, ampliándose de los buscadores de novedades musicales al público masivo, algo que empezó a ser mal visto por los culturetas de turno que defienden con ridícula e infantil testarudez que si algo pasa a ser masivo se convierte en algo malo. En ese ambiente llegó en 2005 "X&Y", el tercer disco de Coldplay y el techo de la banda, tanto para sus defensores como para sus críticos, que aumentaban en la misma medida.


He leído y oído muchas opiniones de que este disco es el peor de la banda y que es la cima de lo más criticable de Coldplay, de su tendencia a la balada épica diseñada para que la coreen los estadios llenos de gente. Para los críticos, Coldplay había abandonado la senda musical de Radiohead para caer en la de U2, como si eso fuera un problema, como si lo que hacen Bono y los suyos fuera música de usar y tirar, aunque ya se sabe que es el esnobismo es muy libre. En lo que si estoy de acuerdo es que "X&Y" fue el paso definitivo en la depuración del sonido Coldplay, una muestra de un sonido que había evolucionado de disco a disco y que podía ser melancólico sin ser depresivo. Este álbum es para mí el favorito de todos los que ha sacado el grupo y el que, con diferencia, he escuchado más veces de principio a final, con canciones como "Speed of sound", "Fix you" y "Talk" (diría que mi favorita del grupo). Gustara más o menos a los críticos o a los indies, el disco fue el más vendido del año 2005 y número uno en varios países. Coldplay era la banda de moda y sus conciertos, efectivamente, llenaban estadios donde los fans coreaban sus canciones.


En 2008, quizá influidos por algunas críticas que decían que podían empezar a repetirse, Chris Martin y su chicos sacaron a la luz "Viva la vida or death and all his friends", producido por Brian Eno, al que ficharon para explorar nuevas sonoridades que se acoplaran al sonido ya característico del grupo. El cuadro de "La libertad guiando al pueblo", de Delacroix, se usó para la portada de un álbum que es el que menos me ha gustado de Coldplay y una decepción tras los buenos momentos pasados con "X&Y". La canción "Viva la vida", al parecer inspirada o plagiada de otro músico (y casi que me alegro, porque la detesto profundamente), se convirtió en todo un himno y un fan de Coldplay como yo tuvo que aguantarla a diestro y siniestro con ganas de oír cualquier otra antes que eso. "Violet Hill" o "Lost!" son de las pocas canciones para mí salvables de ese disco.




Coldplay volvió a cumplir su habitual calendario de entregar un nuevo disco cada 3 años y en 2011 apareció "Mylo Xyloto", también producido por Eno y afortunadamente más conseguido, a excepción de "Every teardrop is a waterfall", otra canción bastante flojita y ampliamente coreada por la mayoría estilo "Viva la vida". Una excepción a un disco bastante aceptable, que incluía colaboraciones como la de Rihanna en la canción "Princess of China".



Y ahora, pasado otro trienio, Coldplay ha vuelto a sonar con nuevo material, el de su "Ghost stories", que es una vuelta a sus orígenes más calmados y tristones, con la excepción de uno de los primeros singles que han aparecido y que van en la línea de la balada de tintes épicos que han dado el éxito internacional, para enganchar al público menos exigente.


He escuchado el "Ghost stories" y egoístamente debo admitir que me gusta el tono más depresivo que han vuelto a asumir Chris Martin y su grupo, pues empezaba a pensar que los Coldplay que me enamoraron se empezaban a perder. La primera vez que los vi en concierto fue en 2005, poco después de que apareciera "X&Y" y disfruté como un enano y canté todas sus canciones con gran emoción. La segunda y última hasta el momento fue en 2011, cuando formaron parte del cartel de un festival de música y andaban todavía dando prevalencia al repertorio de "Viva la vida", por lo que para mí las sensaciones no fueron las mismas. Hace pocos días presentaron su nuevo álbum en el Royal Albert Hall de Londres, en un concierto en el que intercalaron algunos de sus temas nuevos con otros clásicos, un concierto que he disfrutado a pesar de no haber estado allí o de no ver vídeos del mismo, porque cuando la música es buena no hace falta nada más que escuchar y sentir, dejarse llevar.


Cada vez que afronto un viaje, al carecer de un reproductor portátil, echo de menos las escuchas de los discos de Coldplay, que tanto me hicieron pensar en cosas de lo más variado mientras los escuchaba en las largas travesías, mientras dejaba volar mi imaginación oyendo sus sones al tiempo que veía pasar los montes, las llanuras o el mar a través de los cristales del transporte de turno. No puedo evitar pensar en un viaje cada vez que oigo a estos británicos, que a pesar de algunos tropiezos son mi banda favorita, la única de la que he escuchado todas y cada una de sus canciones y sé ubicarlas en cada disco. Y que sigan produciendo buen material para los que les seguimos.


"Mil maneras de morder el polvo" y "Open Windows". El pasado y el presente

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Seth MacFarlane es un nombre que por si solo no ha sido muy conocido hasta hace relativamente poco, especialmente fuera de los Estados Unidos.Ese hombre se encuentra detrás de series de animación que han seguido la senda de incorrección política que iniciara “Los Simpson” y ha sido creador de productos como “Padre de familia”, “Padre made in USA” y “El show de Cleveland”, en los que también ha puesto voces a varios de los personajes. Hace un par de años quiso dar el salto al cine y dirigió “Ted”, una película protagonizada por Mark Wahlberg y un oso de peluche llamado Ted, que tenía la capacidad de moverse y hablar y se integraba en la sociedad como uno más. El propio Ted tenía la voz en versión original de MacFarlane, que dotó al personaje del vocabulario sin demasiadas contemplaciones y de las referencias pop que han dado el éxito a sus series.


“Ted” fue todo un éxito, especialmente en su país de origen y MacFarlane decidió salir de las bambalinas donde había estado, parapetado tras sus personajes, para dar la cara y tratar de hacer humor en primera persona. Así fue como el año pasado fue elegido como presentador de la gala de los Oscar, un regalo que puede estar envenenado por el alto nivel de críticas que suelen recibir la mayoría de sus conductores a menos que decidan hacer sangre sobre el mundo de Hollywood, como bien supo ver Ricky Gervais cuando fue presentador de los Globos de Oro. MacFarlane sabía que manteniendo un exceso de corrección, dados sus antecedentes, estaba muerto, así que optó por hacer un número musical en el que se hacía referencia a actrices y películas en las que habían enseñado el pecho, con especial relevancia para todas las películas en las que lo había hecho Kate Winslet y con reacciones pregrabadas para realzar el tono del gag.



Ahora, McFarlane ha dirigido su segundo largometraje, para el que también se ha colocado como protagonista y con el que pretende ironizar sobre los tópicos del cine del Oeste, el género americano por excelencia, en un tono paródico que recuerda a Mel Brooks (“Sillas de montar calientes”) y al cine de Jerry Zucker, David Zucker y Jim Abrahams, directores de películas como “Aterriza como puedas” o “Top secret”. Por ahí se mueve “Mil maneras de morder el polvo”.


A Albert (Seth MacFarlane) lo abandona su novia (Amanda Seyfried) cuando lo ve huir despavorido de un tiroteo y se empareja con el engreído dueño de la mostachería del pueblo (Neil Patrick Harris). Para demostrarle que no es un cobarde, Albert aprende a disparar con la ayuda de una atractiva pistolera que llega a la ciudad (Charlize Theron). Lo que Albert no sabe es que la pistolera es la mujer del forajido Clinch Leatherwood (Liam Neeson).


La película empieza como una del Oeste que hemos visto tantas veces, con paisajes de Monument Valley (nada de simulaciones en Almería para abaratar costes), música y títulos de crédito que simulan a los de los clásicos. Nos ubicamos en un pueblo de Arizona en 1882 y vemos las calles polvorientas y la gente expectante ante la proximidad de un duelo entre dos pistoleros, hasta que descubrimos que uno de ellos es el ovejero que encarna McFarlane y el humor hace acto de presencia. Lo que veremos durante las casi dos horas siguientes será una sucesión de chistes y gags, algunos más felices y otros más cutres, con gran presencia de un humor escatológico de caca-culo-pedo-pis, que a veces hace gracia y a veces empalaga (resulta curioso la fascinación que hay en el humor americano por los chistes con laxantes de por medio, ya vistos en multitud de películas). 



Lo más acertado de la película es el sentido paródico que se le dan a los tópicos del western (el héroe a su pesar, el pistolero malo, la chica dura, los duelos en la calle principal, las peleas en el salón o las prostitutas de buen corazón) y a una forma de vida que en el cine siempre ha sido mostrada como un universo de tipos duros en el que la muerte siempre acechaba a la vuelta de la esquina y donde nunca se sonreía en las fotos. MacFarlane es el primero en tomarse muy poco en serio lo que está contando y su personaje parece trasplantado de nuestro tiempo, criticando e ironizando todo lo salvaje que había en el Lejano Oeste.



Entre lo bueno de la película hay que destacar la labor de su reparto, con una buena química entre McFarlane y una Charlize Theron que muestra una vez más que en el territorio gamberro es donde más a gusto se siente (si no la han visto, no se pierdan “Young Adult”, donde para mí hace la mejor interpretación de su carrera, en un registro más dramático que aquí). Tampoco me quiero olvidar de Giovanni Ribisi y Sarah Silverman, que interpretan a una curiosa pareja que no va a practicar sexo hasta estar casados, pero que eso no quita para que ella ejerza la prostitución y haga de todo con otros hombres en el saloon mientras él la espera en la planta de abajo con un ramo de flores. Liam Neeson, que desde que enviudó hace unos años parece haber decidido no dejar de hacer todo tipo de películas para sobrellevar su situación, cumple como el malo de la función tirando de carisma.



“Mil maneras de morder el polvo” es una película que gustará especialmente a los que se rían con el humor zafio, con guiños a “Regreso al futuro” y “Django desencadenado” y que deja el regusto de ser un sketch alargado del programa “Saturday Night Live”. Para pasar un rato divertido y poco más.



En un tono más serio se mueve la nueva película del director español Nacho Vigalondo, que logró cierta repercusión en nuestro país cuando hace unos años fue nominado al Oscar al mejor cortometraje  por su “7.35 de la mañana”. Debutó con “Los cronocrímenes” y siguió con “Extraterrestre”, dos muestras de cine fantástico mezclado con costumbrismo que pasaron sin pena ni gloria por las salas y que le han dado un aura de director de culto, de esos de los que se habla en círculos especializados pero a los que la gente de a pie apenas conoce. Su tercer largometraje, “Open Windows” llega ahora a las pantallas para contar una historia muy influida por las nuevas tecnologías de las que disponemos hoy día.

 

Nick (Elijah Wood) se considera un chico con suerte porque va a conocer a Jill Goddard (Sasha Grey), la actriz más excitante del momento. Jill está promocionando su última película y Nick ha ganado una cena con ella en un concurso on-line. Poco antes de salir, un tal Chord (Neil Maskell) le comunica que la caprichosa actriz ha cancelado la cita. Para compensarlo, le ofrece a Nick la posibilidad de espiar a Jill durante la noche desde su portátil.



Vigalondo afronta en “Open Windows” su mayor reto como director a la hora de contar una historia con un lenguaje visual fragmentado, en el que la trama se va desvelando en varias ventanas de la pantalla de un ordenador que muestra los escenarios donde se desarrolla la intriga. Este es un desafío del que el director consigue salir airoso, mostrándonos con ligeros movimientos de cámara hacia donde debemos centrar nuestra atención. De esta manera, el espectador acaba adoptando el punto de vista de Nick, un fan ilusionado con conocer a su actriz favorita. Lo que no puede prever es que se va a meter en un lío de narices a su pesar, siendo objeto de oscuras maniobras que lo pondrán en el punto de mira, tal y como plantean muchas de las  tramas del cine de Hitchcock. En esta ventana indiscreta cibernética el tipo normal deberá convertirse en héroe si quiere salvar a la chica de la amenaza que se cierne sobre ella.

 

El propio Vigalondo ha reconocido tener a Brian De Palma, alumno aventajado del maestro del suspense, como referente a la hora de hacer esta película y a la narrativa de pantalla partida, de mostrar acciones paralelas en lugares diferentes que ha aplicado tantas veces el director de “Impacto”, “Doble cuerpo” o “Femme Fatale”. Una narrativa que refuerza el papel del espectador como “voyeur”, como un mirón que siente curiosidad por todo lo que se desarrolla ante sus ojos y que en ocasiones es capaz de ver lo que va a suceder antes de lo que sepan sus protagonistas, un elemento que el propio Hitchcock estimó básico para crear suspense. 



Como Hitchcock y De Palma han mostrado en varias ocasiones en su cine, en “Open Windows” es una mujer la que está en peligro y es un peligro que nace del deseo, de alguien que busca consumarlo de una manera anormal, pero que no se diferencia tanto del héroe, que también desea a la mujer, aunque de un modo menos peligroso. En ese sentido, es un acierto incluir a Sasha Grey como esa actriz deseada, dado el pasado de Grey como icono del cine pornográfico y como fantasía para tantos hombres (y algunas mujeres). La película habla también de los peligros de la sobreexposición que han creado las nuevas tecnologías, de la posibilidad de ser esclavos de unos aparatos que al mismo tiempo nos solucionan muchos problemas. La tecnología es la que pone en peligro a Nick y a Jill, pero también es la que les ayuda a luchar contra el mal que les acecha. 



Vigalondo sabe mantener la intriga y construye una trama muy entretenida que se sigue con interés. Resulta un poco más forzada en su tramo final, cuando se producen una serie de giros precisamente demasiado peliculeros, donde el artificio se hace más evidente. Hasta ese momento somos testigos de un interesante proceso que pierde un poco de fuelle cuando se revela el truco final. De todos modos, es un mal menor para una película bien dirigida e interpretada y que me ha dejado con un buen sabor de boca tras las malas sensaciones que experimenté en su momento con “Los cronocrímenes”, para mí una película que se quedaba a medio camino de casi todo.


Bellezas en el tiempo

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Hace 13 años, a estas alturas más o menos del mes de julio aparecía en los kioskos, como todas las semanas, la revista Interviú, esa fuente de inspiración para las fantasías masculinas de todas las edades. Una revista de esas que los adolescentes podíamos mirar pero no tocar, sin posibilidad de tener en tus manos a la atractiva chica de portada a menos que la comprases para guardarla a escondidas sin que la descubrieran tus padres. Ahora, con Internet uno tiene acceso inmediato a cualquier cosa que se le ocurra y con imágenes de buena calidad, pero los que crecimos con la única presencia del papel siempre sentimos esa extraña sensación de invasión de terreno prohibido y atrayente cuando el olor del papel de esas revistas erótico-festivas llegaba a nuestras narices o cuando alquilábamos en el videoclub las VHS más picantonas y el líquido de conservación de las cintas quedaba grabado como el olor del pecado.

 

Decía pues, que hace 13 julios una Interviú me llamó especialmente la atención y era por tener en su portada unas fotos robadas de Inés Sastre con el pecho al descubierto en la playa. Sastre era por aquel entonces uno de mis mitos eróticos y me gustaba conservar todo lo que veía sobre ella, así que esa vez dejé de mirar la revista y la compré, con mucho cuidado de que no me la descubrieran. Para más curiosidad, en aquel número también aparecía un desnudo robado de la actriz Lola Baldrich, que me había gustado desde que la vi en "Médico de familia" y en páginas interiores descubrí que había un reportaje sobre la vida del cómico Miguel Gila, uno de los rostros que más me gustaba ver en la tele durante mi infancia y que había fallecido unos días atrás. Muchos recuerdos y muchas sensaciones, infantiles y adolescentes, unidas en una sola revista que aún hoy conservo en estado impecable (hay pocas cosas que me den más pena que el papel deteriorado).


Viene esto a colación porque 13 años más tarde de aquel robado, estos días he vuelto a ver a Inés Sastre en la playa, más tapada y con algunas variaciones en ese cuerpo, igualmente mojado pero con un aspecto que deja en evidencia los años transcurridos. Aquella mujer de 27 años ha dejado paso a una de 40 que muestra que quien tuvo retuvo, pero que el tiempo tampoco pasa en balde.




Y esta madurez de Inés Sastre me ha hecho pensar en aquello que los clásicos ya entendieron siglos antes del nacimiento de Cristo, que el tiempo huye y la juventud con él y que esto no dejan de ser etapas en la vida que deben saber negociarse y aceptar porque a todos nos va a llegar. Pienso por ejemplo en algunas actrices de cine de hace décadas, que podemos ver en su estado de máxima lozanía y belleza si ponemos alguna de las película en las que participaron. Voy a aprovechar para citar a mis favoritas.

Jane Birkin: Una mujer guapa y que además tenía ese "algo" especial para ser tremendamente actractiva hiciera lo que hiciera, para ser una fantasía con ropa o sin ella. Probablemente ese "algo" fue lo que la llevó siempre a sentirse atraída por los hombres feúchos pero con temperamento artístico, siendo los más destacados el compositor musical John Barry, el cantautor Serge Gainsbourg y el director de cine y ocasional actor Jacques Doillon. La carrera de Birkin en cine siempre ha sido un tanto errática, pero siempre dejando constancia de su encanto en películas como "Blow up", "La piscina" o "La miel".









Julie Christie: También británica es Julie Christie, que hipnotizó a propios y extraños con su melena rubia y sus ojos claros. Al igual que Birkin fue una chica que representó muy bien el espíritu de los 60, una época de cambios y de mayores libertades, de chicas que no se conformaban con quedarse en casa a la sombra de sus novios/maridos. “Doctor Zhivago” no es mala opción para descubrir a Christie, aunque yo me quedo con su participación en “Darling”, que le valió un Oscar.



 
Brigitte Bardot: La mujer capaz de rendir a cualquier hombre a sus pies, con un movimiento de sus ojos y con un físico de los de quitar el hipo. Su mezcla de elegancia con un componente intrépido y una cierta frialdad, de mujer fatal, fue aprovechada en películas como “Y Dios creó a la mujer” o “El desprecio” antes de su retirada a los 40 años. Su primer marido, el siempre calenturiento director Roger Vadim, fue quien la descubrió para el cine y quién la juntó en una de sus últimas apariciones en pantalla a Jane Birkin en "Si Don Juan fuera mujer", una fantasía de una mujer seductora que, en un alarde de metatextualidad lúbrica desnudaba en la misma cama a dos de las mujeres más deseadas de su tiempo mujeres. Dos mujeres que además tenían en común haber estado con Serge Gainsbourg (Bardot fue novia del cantautor antes de Birkin).





Françoise Dorléac: Si Bardot representa a un tipo reconocible de mujer francesa, Françoise Dorléac sería la otra derivación de ese arquetipo. Sin necesidad de un cabello rubio ni de un físico de bandera su sofisticación y su aire de misterio son suficientes para seducir, tal y como lo hacía con el protagonista de “La piel suave” de François Truffaut. Su muerte prematura en un accidente de tráfico segó una carrera que prometía haber sido más interesante que la de su hermana, Catherine Deneuve, a la que superaba en todo. Curiosamente, ambas trabajaron a las órdenes de Roman Polanski, Deneuve en "Repulsión" y Dorléac en "Callejón sin salida".
Sofia Loren: Si Bardot y Dorléac desempeñaron el papel de mujer francesa, Sofia Loren ha sido siempre el paradigma de mujer italiana, con curvas en todo su cuerpo y con mucho temperamento. Además de una mujer de bandera, siempre fue una gran actriz, capaz de cubrir varios registros, del drama a la comedia. Se le puede recordar por su papel de doña Jimena en “El Cid”, pero para apreciar a Loren hay que verla en sus películas italianas con Marcello Mastroianni , como “Matrimonio a la italiana” o “Ayer, hoy y mañana”, a poder ser en versión original para degustar mejor ese idioma italiano tan tendente a la exuberancia.


Grace Kelly: Descendiente de irlandeses afincados en Estados Unidos, Grace Kelly fue uno de esos casos del glamour del Hollywood clásico, de apariencia inaccesible para el resto de los mortales, por lo que quizá su entrada a una casa real era el paso natural. Con un puñado de películas rodadas en apenas 4 años, Kelly se convirtió en Princesa de Mónaco y dejó el cine a una edad en la que muchos están empezando, habiendo ganado un Oscar y habiendo rodado con grandes como John Ford en “Mogambo” y Alfred Hitchock en “Crimen perfecto”, “La ventana indiscreta” o “Atrapa a un ladrón”, hecha en las mismas carreteras de las que sería princesa y en las que encontraría la muerte apenas pasados los 50 años, cuando su belleza aún superaba a la de muchas mujeres más jóvenes.



Jane Fonda: En la estela de Jane Birkin y Julie Christie podemos incluir a esta otra mujer cuyo nombre empieza por J. Una mujer que a pesar de su físico de reina del baile del instituto siempre se mostró más inquieta por otros temas que no fueran su melena rubia, que tiñó y cortó varias veces. “La jauría humana” y “Barbarella”, con diferencia lo más bizarro que ha hecho en su carrera, en lo que tuvo no poca influencia el director Roger Vadim (que al igual que Gainsbourg fue un coleccionista de bellezas a pesar de ser no muy agraciado y estuvo con Fonda después de dejar a Bardot). Algunos de los papeles más convencionales que hizo para una mujer que siempre apostó por ser algo más que una cara bonita.



Faye Dunaway: La mezcla de perspectivas artísticas e ideológicas en la película “Bonnie & Clyde” hizo que su Bonnie Parker tuviera la apariencia del Hollywood clásico con las inquietudes vitales de la segunda mitad de los años 60. Creo que Faye Dunaway nunca estuvo tan bella como en la película de Arthur Penn.



Katharine Ross: Su candor y su falta de pretensiones enamoraban al descreído Ben Braddock de “El graduado” y los bandidos Butch Cassidy y Sundance Kid en “Dos hombres y un destino”, sus dos filmes que han pasado al historia del cine.









Natalie Wood: De padres rusos, empezó en el cine siendo una niña que no creía en Papá Noel en “De ilusión también se vive” y creció delante de la pantalla mostrando su pelo azabache y sus ojos oscuros en películas como “West side story”, “Propiedad condenada” o “Bob, Carol, Ted y Alice”. Falleció cuando parecía que su estrella empezaba a apagarse en 1981, en un accidente, un asesinato o un suicidio navegando en alta mar en un suceso que nunca se ha aclarado.








Cybill Sheperd: Aparecía como un ángel rubio con apenas 18 años en “La última película”, enamorando al director, que dejó a su mujer para emparejarse con aquella chica que en la película había enfrentado a sus protagonistas con una belleza incontrolable para los demás y para ella misma. Años después sería el objeto de las fantasías del alocado taxista que DeNiro bordaba en “Taxi Driver” y acabaría sus años dorados en los 80, como pareja de Bruce Willis en “Luz de luna”, una serie que trasladaba los códigos de la comedia clásica a la América de los cardados y las hombreras.







Ursula Andress: Actriz suiza que tuvo un debut memorable en el cine, en la primera cinta de las aventuras de James Bond, donde se luce en bikini en una playa jamaicana. Luego estuvo explotando su faceta sexy en otras pelis donde no tuvo la oportunidad de brillar de igual manera.


Hablo de todas estas actrices sin mostrar imágenes de ellas en sus años de madurez, porque las comparaciones son por fuerza odiosas y el tiempo hizo, como no podía ser de otro modo, mella en sus caras y cuerpos. Lo fácil sería destacar los estragos de la edad, pero lo que las imágenes de Inés Sastre me ha traído a la cabeza es lo rápido que puede pasar todo y como los cuerpos que hoy admiramos seguirán el camino de nuestras madres y abuelas, que probablemente fueron como las mujeres que he señalado aquí, atractivas y chispeantes en sus años de juventud. Ver fotos de la gente de mi familia en su juventud y ver fotos de parientes a los que nunca llegué a conocer por haber muerto antes de nacer yo siempre me ha llamado la atención, por verles siempre ataviados con sus mejores galas, sabiéndose dueños del momento que vivían y en muchos casos sin saber cómo serían sus vidas el año siguiente. De ver una mirada, un gesto de la boca, una forma de posar o una actitud que luego han tenido otros familiares o incluso yo mismo y de ser consciente de cómo el ciclo de la vida se repite.

Por eso, para los adolescentes de hoy día Inés Sastre será vista como una mujer mayor, como para mí pueden ser muchas de estas actrices, pero espero que con los años sean conscientes de que la belleza es temporal y lo que queda son otras cosas, quizá menos tangibles, pero más poderosas e influyentes en nuestra alma. Por de pronto, además de la revista yo aún guardo esa otra imagen de una Inés Sastre juvenil posando en la cubierta de “Las edades de Lulú”, uno de mis libros de iniciación a algunos de los misterios de la vida. De una vida que tantas veces queremos controlar y que tantas veces escapa a nuestro control.


Mujeres lectoras

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Estos días de verano me ha dado por acordarme de lo que decía una antigua compañera de estudios, que siempre llegaba a clase haciendo la broma de que se había enamorado en el metro, algo que sucedía cada dos por tres y a los que tenían la suerte de ser metidos en esa categoría les llamaba "mi amor del metro". Estos amores eran hombres que le seducían por algún motivo concreto de su apariencia o su actitud, ya que no entablaba ningún tipo de conversación con ellos, simplemente le daban distracción para los viajes en tiempos en los que todavía no existían los teléfonos móviles inteligentes que ahora dan acceso al mundo entero y que ha facilitado que muchos ya no se vean obligados a recurrir a estas pequeñas fantasías para matar el tiempo.


Yo suelo ir leyendo durante los viajes pero aún así a veces captan mi atención algunas mujeres que suben al transporte y les echo un ojo por su apariencia atractiva. En una gran ciudad tienes siempre mucho de todo y así he visto a chicas que se meten al metro con una camiseta blanca y sin ropa interior debajo, dejando muy poco a la imaginación, así como a otras que llevan shorts cada vez más cortos que dejan al descubierto parte de su trasero y de su celulitis, sin que parezcan sentirse incómodas por ello. Pero aparte de estos atractivos básicos me suelo fijar en detalles, como aquellas que se atusan el pelo de forma nerviosa al sentirse observadas o los colores de las uñas, pues me gusta mirar las manos de aquellas que las llevan de colores variados. Algunas de esas manos sostienen a veces libros de lo más diverso que también captan mi atención y consiguen producirme un vivo interés cuando son libros que he leído y que me han gustado o libros que aún no he descubierto pero que me atraen. Y cuanto más interesante es el libro que llevan, más siento ese "amor del metro" del que hablaba mi compañera, porque las mujeres que leen y especialmente las que leen cosas interesantes siempre me resultan más atractivas. Por ello quiero reproducir un escrito que leí hace un tiempo en Internet y que hablaba sobre los atractivos de las mujeres que leen y de las que no lo hacen. El que más me gustó fue el que se refería a las mujeres lectoras y es éste.


Sal con una chica que lee (Por Rosemary Urquico)

Sal con alguien que se gasta todo su dinero en libros y no en ropa, y que tiene problemas de espacio en el clóset porque ha comprado demasiados. Invita a salir a una chica que tiene una lista de libros por leer y que desde los doce años ha tenido una tarjeta de suscripción a una biblioteca.

Encuentra una chica que lee. Sabrás que es una ávida lectora porque en su maleta siempre llevará un libro que aún no ha comenzado a leer. Es la que siempre mira amorosamente los estantes de las librerías, la que grita en silencio cuando encuentra el libro que quería. ¿Ves a esa chica un tanto extraña oliendo las páginas de un libro viejo en una librería de segunda mano? Es la lectora. Nunca puede resistirse a oler las páginas de un libro, y más si están amarillas.

Es la chica que está sentada en el café del final de la calle, leyendo mientras espera. Si le echas una mirada a su taza, la crema deslactosada ha adquirido una textura un tanto natosa y flota encima del café porque ella está absorta en la lectura, perdida en el mundo que el autor ha creado. Siéntate a su lado. Es posible que te eche una mirada llena de indignación porque la mayoría de las lectoras odian ser interrumpidas. Pregúntale si le ha gustado el libro que tiene entre las manos.

Invítala a otra taza de café y dile qué opinas de Murakami. Averigua si fue capaz de terminar el primer capítulo de Fellowship y sé consciente de que si te dice que entendió el Ulises de Joyce lo hace solo para parecer inteligente. Pregúntale si le encanta Alicia o si quisiera ser ella.

Es fácil salir con una chica que lee. Regálale libros en su cumpleaños, de Navidad y en cada aniversario. Dale un regalo de palabras, bien sea en poesía o en una canción. Dale a Neruda, a Pound, a Sexton, a Cummings y hazle saber que entiendes que las palabras son amor. Comprende que ella es consciente de la diferencia entre realidad y ficción pero que de todas maneras va a buscar que su vida se asemeje a su libro favorito. No será culpa tuya si lo hace.

Por lo menos tiene que intentarlo.

Miéntele, si entiende de sintaxis también comprenderá tu necesidad de mentirle. Detrás de las palabras hay otras cosas: motivación, valor, matiz, diálogo; no será el fin del mundo.

Fállale. La lectora sabe que el fracaso lleva al clímax y que todo tiene un final, pero también entiende que siempre existe la posibilidad de escribirle una segunda parte a la historia y que se puede volver a empezar una y otra vez y aun así seguir siendo el héroe. También es consciente de que durante la vida habrá que toparse con uno o dos villanos.

¿Por qué tener miedo de lo que no eres? Las chicas que leen saben que las personas maduran, lo mismo que los personajes de un cuento o una novela, excepción hecha de los protagonistas de la saga Crepúsculo.

Si te llegas a encontrar una chica que lee mantenla cerca, y cuando a las dos de la mañana la pilles llorando y abrazando el libro contra su pecho, prepárale una taza de té y consiéntela. Es probable que la pierdas durante un par de horas pero siempre va a regresar a ti. Hablará de los protagonistas del libro como si fueran reales y es que, por un tiempo, siempre lo son.

Le propondrás matrimonio durante un viaje en globo o en medio de un concierto de rock, o quizás formularás la pregunta por absoluta casualidad la próxima vez que se enferme; puede que hasta sea por Skype.

Sonreirás con tal fuerza que te preguntarás por qué tu corazón no ha estallado todavía haciendo que la sangre ruede por tu pecho. Escribirás la historia de ustedes, tendrán hijos con nombres extraños y gustos aún más raros. Ella les leerá a tus hijos The Cat in the Hat y Aslan, e incluso puede que lo haga el mismo día. Caminarán juntos los inviernos de la vejez y ella recitará los poemas de Keats en un susurro mientras tú sacudes la nieve de tus botas.

Sal con una chica que lee porque te lo mereces. Te mereces una mujer capaz de darte la vida más colorida que puedas imaginar. Si solo tienes para darle monotonía, horas trilladas y propuestas a medio cocinar, te vendrá mejor estar solo. Pero si quieres el mundo y los mundos que hay más allá, invita a salir a una chica que lee.

O mejor aún, a una que escriba. 

http://elmalpensante.com/index.php?doc=display_contenido&id=1904&pag=2&size=n


Lo que tiene el interés cultural es que puede volver más interesante a una persona, sea hombre o mujer, dependiendo de cuánto valore el saber y el conocimiento la parte que observa. Así hay gente que si ve a otra gente con un libro ya les parece un bicho raro que juega fuera de sus límites y gente que si habla con alguien que apenas ha leído nada en su vida pierde el interés con rapidez. En un término medio de ambas opciones se hallaba Marilyn Monroe, que fue vista por muchos como un símbolo de belleza y sexualidad y que al parecer tenía unas inquietudes lectoras que nunca explotó en sus papeles en el cine, pero que quedó reflejado en una serie de fotografías en las que se la veía en compañía de libros. O quizá simplemente alguien quiso mostrarla un poco más allá de su rol de niña bonita para interesar a una audiencia más exigente que nunca vería sus películas solamente por su atractivo. Sea como fuere, uno de los maridos de Marilyn fue el escritor Arthur Miller, que a pesar de su aspecto de erudito logró a una de las mujeres más atractivas del momento y que vino dado por el interés de Marilyn en un hombre lector. Por la excitación intelectual, que tantas veces es más poderosa que la física.


"Begin again". Música para elevar espíritus

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Conocido es el dicho que asegura que la música es capaz de amansar a las fieras, como muestra del poder de la música para conectar con nuestras emociones de una forma más profunda e intensa que las palabras. Eso es algo que ha aprovechado el cine para reforzar con la música lo que cuentan las imágenes de las películas, desde los tiempos del cine mudo con el acompañamiento musical como único apoyo de lo que se veía en pantalla hasta los actuales, donde se siguen usando músicas alegres,tristes o intrigantes según lo que se quiera transmitir.


El irlandés John Carney, tras unos años como bajista en un grupo,  debutó en el cine hace unos años con “Once”, una película que hizo las delicias de muchos a la hora de retratar a una pareja de músicos  que sobreviven en las calles de Dublín, llegando incluso a ganar el Oscar a la mejor canción. Ahora ha cambiado Dublín por Nueva York a la hora de ambientar su nueva historia, también marcada por el poder de la música, que habla de las rupturas y reconstrucciones que tienen lugar en nuestra vida.


Novios desde el instituto, la pasión por la música lleva a la británica Gretta (Keira Knightley) y a su novio Dave (Adam Levine) hasta Nueva York. Pero cuando él, una vez alcanzado el éxito y la fama, la abandona, ella se queda completamente desolada. Una noche, un productor de discos (Mark Ruffalo) recién despedido, la ve actuar en un bar de Manhattan y queda cautivado por su talento y la propone grabar un disco, algo que ella, aún dolida por la ruptura, no se había planteado.


Si en “Once”, Carney hablaba del enamoramiento de dos músicos callejeros, en “Begin again” habla, entre otras cosas, del distanciamiento de los músicos al llegar al éxito (seguramente inspirado por la realidad, ya que la pareja de “Once”, que también lo fueron en la vida real, se separaron al no poder digerir el éxito de la película). Dave y Gretta parecen la pareja perfecta, son jóvenes, guapos, se entienden a la perfección y él canta las canciones que ella le escribe, lo que lleva a firmar un jugoso contrato con una discográfica. El inicio del éxito de Dave y el progresivo arrinconamiento de Gretta será lo que les separe. Por su parte, Dan es un productor musical que ha perdido la fe en lo que hace, incapaz de encontrar un sonido que le inspire hasta que la casualidad le pone ante las narices el talento de Gretta, acostumbrada a estar en la sombra y que con Dan tendrá la opción de llevar a cabo algunos de sus sueños. A ambos les une la inspiración artística y la desesperación, que irá construyendo una amistad que les hará replantearse muchas cosas.


“Begin again” es una película musical, aunque no un musical al uso, pues aquí los actores no se ponen a bailar de repente ni les siguen decenas de extras que casualmente interpretan la misma coreografía con gran precisión. Lo que sí hay es varios momentos de interpretación de las canciones que Gretta compone y canta para el disco que Dan le produce y que son interpretadas en varios rincones de Nueva York, grabadas al aire libre, con los ruidos  y el ritmo de la ciudad como fondo sonoro. Y es la propia Keira Knightley quien canta las canciones, sin dobles, defendiéndose bastante bien y con una voz bonita.



Además de cantar, Knightley deja por un momento los personajes de época en los que se ha especializado y aunque aquí se lleva su parte de drama, tiene la oportunidad de interpretar a un personaje más luminoso y relajado que la mayoría de los roles que ha hecho hasta ahora. Así que cambia corpiños y enaguas por pantalones anchos y vestidos veraniegos para lucir un aspecto acorde con la chica tímida de inquietudes artísticas que trata de encontrar su hueco. Ella y Mark Ruffalo (un buen actor muchas veces relegado a papeles secundarios de los que saca todo lo posible por mala que sea la película y que ahora tiene la oportunidad de ser al fin reconocido por el gran público por su intervención como Hulk en “Los vengadores”) hacen un buen trabajo y logran una gran química entre sus personajes, dos seres heridos que tienen la oportunidad de empezar de nuevo y de crecer gracias al otro. Pero además de Knightley y Ruffalo, el resto del elenco está a la altura de las circunstancias, incluido un Adam Levine en el que yo no confiaba mucho y que sabe componer con acierto un personaje que podría haber sido el capullo de manual, pero que tiene más aristas.




Sin embargo, a la película se le puede reprochar no dar un poco más de relevancia a la mujer e hija del personaje de Ruffalo (bien defendidas por Catherine Keener y Hailee Steinfeld), de las que se echa en falta saber un poco más y acaban definidas en pocos trazos. Un defecto que sin embargo no acaba afectando a que la película deje un buen sabor de boca con una historia que mezcla con acierto comedia y drama y suena auténtica, sin que las emociones parezcan recalentadas. Un problema éste de muchas películas que al querer ponerse emocionales acaban siendo tópicas. 


“Begin again” es una buena película para degustar en un verano marcado siempre por las superproducciones que tanto se parecen entre sí y que además tiene una banda sonora para escuchar más de una vez. Yo, de hecho, la he estado escuchando mientras escribía esta entrada, reviviendo escenas y sensaciones según la canción. Cosas de ese poder inefable que tiene la música.


Gente cansina

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El trato humano siempre implica cansancios e insatisfacciones de algún tipo. Por muy bien que estemos con alguien podemos tener el resquemor de saber que es un momento que se acabará o de que no pueda ser tan brillante como el anterior ya vivido, de sentir que la cosa va en retroceso o que no se va poder llegar al esplendor anterior. Y si los momentos son malos, el mal trago queda con la posibilidad de volver a ser vivido si la otra parte es cercana a nosotros por ser un familiar, una amistad o una compañía de trabajo a la que vemos todos los días.

Digo esto al hilo de una experiencia que me ha sucedido recientemente en el trabajo, donde he tenido que soportar la burla poco disimulada de unos estudiantes en prácticas. Yo he sido becario y sé lo que es pasar por una redacción donde los habituales te miran como si fueras un lerdo que vienes a perturbar su equilibrio natural, por eso trato de evitar esa actitud hacia otros becarios. Este verano estoy colaborando con dos chicas y un chico a los que trato de asesorar ante cosas que para mí son una rutina que haría con los ojos cerrados y que ellos están aprendiendo a hacer. Pues bien, ayudando a una de las chicas, ésta de repente se fue al baño sin decir nada por lo que me volví a mi sitio, con algo de extrañeza. Ya cuando he vuelto a estar enfrascado en mis cosas, veo que vuelve la chica del baño y dirige una mirada cómplice con los otros dos becarios, que empiezan a sonreír, mientras ella dice sin disimulo “ay señor, llévame pronto”. Creo que no hay que ser una lumbrera para ver que todo ese tinglado iba dirigido a mí, que la chica en cuestión debe estar bastante harta de mi solicitud y que ya deben haberlo comentado entre ellos, imagino que acompañado con alguna que otra puya hacia mí. Todo eso me hizo sentir una indignación inmediata, de las que te hacen subir la mala leche a toda velocidad, por el desprecio poco disimulado que me estaban haciendo y por descubrir que allí donde creía estar ayudando en el fondo estaba creando mofa, befa y escarnio hacia mí. Que volvíamos a los años del colegio y yo era el pardillo.


Siempre se dice que los niños son crueles y todos hemos visto en nuestra etapa en el colegio/instituto como entre ellos se dicen sin sonrojo las peores cosas que se les pasan por la cabeza, a veces acompañadas de golpes (puede que alguno que lo haya hecho  esté ahora leyendo estas líneas), amenazas y descalificaciones. Y siempre castigando lo que se considera diferencia, el que más estudia, el que tiene más peso, el que tiene menos, el más alto, el más bajo, el que tiene más nariz, cabeza u orejas o el que tiene menos. Lo mejor que se puede ser a esa edad para encajar es ser común y mediocre, curiosa moraleja. Por no hablar de los casos de chicas que son insultadas por desarrollarse antes de tiempo o por tener más masa corporal, que no necesariamente gordura y que se sienten feas y gordas como si fueran monstruos cuando los monstruos verdaderos son los que las acosan. Una época en la que hay que lidiar también con los propios cambios del cuerpo y las exigencias académicas, como una serie de superación de dificultades a las que hay de tratar de llegar vivo hasta el final, aunque sientas que nadie te comprenda y apoye sino que quiere meterte palos en las ruedas para que caigas. Un aprendizaje de la mierda y los gilipollas que nos encontraremos en los años siguientes.

 
Y digo todo esto con la suerte de no haber sufrido acosos en el colegio, porque aunque era gafotas y enclenque tuve la suerte de caer bien a los que llevaban la voz cantante y me dejaron bastante en paz, pero vi todo lo que pasaba y en alguna que otra ocasión experimenté la burla de las chicas, a las que temía por su capacidad de dejarte en ridículo sin mover un músculo. Recuerdo aquella vez que empezó a correr el bulo de que me gustaba una chica y ésta cuando se enteró expresó en voz bien alta ante todo el mundo el asco que yo le inspiraban. Un lío en el que me metieron sin que yo tuviera nada que ver pero que sin embargo me causó una gran indignación porque aquella chica no tenía ningún derecho de hablarme así, como el caso que ahora comento.

No ha sido ésta la primera vez que queriendo ser amable con alguien siento el desprecio, es algo que me ha pasado algunas veces, cuando la gente con la que he tratado me ha visto como alguien atontado y dócil al que se le podía hacer de todo. Ahora me vienen, por ejemplo, recuerdos de mujeres que no me han mirado a los ojos mientras las he hablado, de pobres excusas para huir de mi lado y de llamadas nunca atendidas ni respondidas. Mujeres por las que en algunos casos sentía interés amoroso o simplemente amistoso y que con esa actitud maleducada que ellas creían conveniente me estaban diciendo que no les interesaba mi compañía. No me considero una persona pesada y cada vez que he notado estas actitudes me he apartado de en medio, pero con el cabreo y la impotencia de sentirme tratado como un pedazo de basura cuando creía poder darles algo bueno. Lo cierto es que siempre es mejor decir las cosas abiertamente antes que hacer la táctica de la avestruz y esconder la cabeza hasta que todo se arregle, porque la verdad puede ser incómoda pero es un trago rápido y más digerible que una indiferencia eterna y que solo origina veneno.


Ahora me he visto con este caso, a medio camino de la verdad incómoda y la indiferencia venenosa y tras un instante de cabreo y de ganas de soltar cuatro frescas, recriminando un comportamiento tan lamentable hacia alguien que va de buenas y trata de ayudar, he decidido no hacer nada, dejarlos a su bola y no dirigirles más que los saludos de cortesía. Así tendrán lo que quieren hasta que se marchen a finales de mes y probablemente no les vea nunca más. En Internet se usa mucho el término de “no alimentar al troll”, de no andar a la gresca con aquellos que busquen bronca y de ignorarlos y creo que es la mejor solución para evitar peleas que no van a solucionar nada y que pueden incluso empeorar las cosas. Todos cometemos gilipolleces o nos comportamos de forma injusta con alguien y no es sino con la edad cuando se va reduciendo la crueldad hacia los extraños, cuando vamos comprendiendo nuestras propias debilidades y acusamos menos a los otros por ellas. Estos chavales tienen una década para llegar a donde estoy ahora y bastante mierda que tragar por el camino, para que vayan entendiendo ciertas cosas y quizá algún día se vean en la misma situación, tratando de ser buenos con alguien que les desprecia sin merecerlo. Quizá en ese momento se acuerden de esas miradas cómplices que un día celebraron el desprecio al gafotas friki que les daba tanto el coñazo y que tanta gracia les hacía. Quizá entonces comprendan este momento de la película "El indomable Will Hunting", que ayudó a que el recién fallecido Robin Williams se llevara el Oscar.

"El paraíso de las damas" de Emile Zola. El ayer y el hoy

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Hace tiempo que no hablo de libros en este blog y no porque no siga leyendo, que es un vicio del que afortunadamente nunca me deshago, sino por no haber encontrado un libro que me motive a hablar de él, algo que si ha conseguido el que he terminado de leer. El siglo XIX fue pródigo en una serie de autores que me han hecho pasar tan buenos ratos entre sus páginas, ya fuera Jane Austen, Dickens, Flaubert, Balzac, Stendhal, Dumas o Larra. Pero había un autor también muy popular de esa gloriosa centuria al que conocía pero al que todavía no me había asomado, el francés Emile Zola.


Hijo de padre italiano y madre francesa, Zola tuvo una vida agitada como buen escritor decimonónico, con matrimonios fracasados, amantes con las que tuvo hijos bastardos, polémicas con el gobierno que le llegaron a costar la cárcel y trato con otros artistas de su época, en su caso los pintores Paul Cézanne o Edouard Manet, que le dedicó un retrato. Como escritor es considerado padre del naturalismo, una corriente anclada en el realismo y que hacía hincapié en las miserables condiciones económicas y morales de aquellos que estaban en los escalafones más bajos de la sociedad, incapaces de superar sus taras, al estilo de Dickens, pero sin el toque de rendición del autor británico. Algo que puede encontrarse en obras como "Therese Raquin", "Nana" o "Germinal" y que sin embargo no le impidió al autor llegar a decir que "la realidad y la miseria me oprimen y, sin embargo, sueño todavía."

 
La obra a la que me he acercado de Zola ha sido "El paraíso de las damas", publicada en 1883 y que cuenta la historia de Denise, una joven provinciana que se ha quedado huérfana y viaja a París con sus hermanos pequeños para ser acogidos por su tío, dueño de una pequeña tienda de ropa. El tío dice que no puede acogerlos por la mala marcha del negocio, de lo que culpa a "El paraíso de las Damas", unos grandes almacenes que están en la acera de enfrente y que se está llevando a la clientela de los otros negocios de la zona por sus instalaciones más modernas y sus precios más baratos. Denise entra a trabajar en aquellos almacenes para mantener a sus hermanos y al principio será el objeto de las bromas del resto de dependientes, que la tratarán con desprecio por su aspecto poco sofisticado y su timidez. Sin embargo, la muchacha acabará atrayendo la atención del dueño, el cada vez más poderoso señor Mouret. 



La novela responde a lo que había oído hablar de Zola y habla de una sociedad injusta, dominada por los poderosos y en la que los pobres solo tienen la posibilidad de agachar la cabeza. Sin embargo, no se queda ahí y muestra las cosas conservando un punto de vista neutro, como si el relato fuera un trabajo periodístico, pues los personajes se definen con sus actitudes y hay ricos más benevolentes y pobretones miserables que critican al poder sin hacer nada por cambiar. Muy interesante resulta el fresco que Zola hace del comercio de la época, con tiendas especializadas que ven invadidas sus competencias por unos grandes almacenes donde hay de todo y que se muestran poco receptivas en vez de darse cuenta de que ese es el futuro. Resulta curioso leer esto en un libro de hace más de cien años, cuando los debates entre los sufrimientos del pequeño comercio ante los grandes centros comerciales siguen estando de moda.




Mientras tanto, la protagonista del relato es la que demuestra tener más sentido común y se involucra en la gran maquinaria a pesar de la falta de delicadeza de sus compañeras de trabajo, que siguen la clásica pose de criticar lo que no entienden, lo que está fuera de su manada y como Denise no les habla, ellas le ponen de vuelta y media y le acusan de las peores acciones. Ahí me he sentido muy identificado con Denise, de esas veces que todos hemos tenido que aguantar dimes y diretes de gente que poco lujo podía darse de criticar si se hubieran visto a ellos mismos, todo ello generado por el desconocimiento, siempre germen de todos los odios. Por su parte, el dueño de los almacenes, el señor Mouret, es un hombre ambicioso que sueña con expandir su negocio y tener a todas las mujeres de París comprando en su establecimiento. Sin embargo, no es un desalmado y tras haber llenado con amantes su vida después de quedarse viudo siendo joven, empieza a tener una gran curiosidad por esa chica a la que tanto critican todos. Ve en ella algo de él mismo y la curiosidad empieza a convertirse en otra cosa, pero Denise no quiere ser como las demás y no va a rendirse a sus encantos y su aura de éxito a las primeras de cambio, algo que sacará de quicio al poderoso Mouret y que le llevará a tristes reflexiones, como la que transcribo a continuación:


"Ahora, todos los días transcurrían iguales, con aquella obsesión dolorosa. La imagen de Denise amanecía conél. Durante la noche, había estado presente en sus sueños; entre nueve y diez, se sentaba a su lado ante la gran mesa de su despacho,mientras firmaba las órdenes de pago y las libranzas, cumpliendo maquinalmente con la tarea sin dejar de notar que estaba allí, presente, y que seguía diciéndole que no, sin perder la sosegada expresión. Luego, a las diez, asistía al consejo, un auténtico consejo de ministros, una reunión de los doce partícipes de la casa que no le quedaba más remedio que presidir. Allí discutían las cuestiones de orden interno, examinaban las compras, decidían la disposición de los escaparates y los tenderetes de la acera. Y Denise también estaba allí. Entre las cifras, Mouret oía su dulce voz; en las más complejassituaciones  financieras,veía  su  limpia  sonrisa.  Tras  el  consejo,  lo acompañaba y realizaba conél la cotidiana ronda por las secciones; por la tarde,  regresaba al despacho de dirección y permanecía al lado de su sillón, mientras  él recibía a tropeles de personas: fabricantes de toda Francia; importantes industriales; banqueros; inventores. Era aquello un vaivén continuo de riqueza e inteligencia; una desatentada  danza  de  millones;  una  sucesión  de  rápidas  entrevistas  en  las  se solventaban los negocios de mayor importancia del mercado parisino. Se olvidaba de ella  durante  un  minuto,  mientras  disponía  la  quiebra  o  la  prosperidad  de  una industria, pero una punzada en el corazón se la devolvía con la misma fuerza. Se le quebraba la voz y se preguntaba para quéle valía andar a vueltas con aquella fortuna si ella la rechazaba.


Por fin, al dar las cinco, tenía que firmar la correspondencia; la mano reanudaba el trabajo mecánico, mientras Denise imponía su presencia, más dominadora aún, volviendo a apoderarse de  él por completo para hacerlo sólo suyo  durante las horas solitarias y ardientes de la noche. Y al día siguiente, todo volvía a transcurrir igual; la cenceña silueta de una niña bastaba para sumir en la angustia sus días de trabajo, tan activos, tan rebosantes de una ingente tarea. Pero era sobre todo durante la cotidiana ronda por los almacenes cuando se percataba de cuán desdichado era. ¡Haber construido aquella gigantesca maquinaria, reinar sobre tanta gente y estar agonizando de dolor porque una chiquilla no quería saber nada de él! Se despreciaba a símismo, llevaba a cuestas la fiebre y la vergüenza de su enfermedad. Algunos días, su poder lo asqueaba. Mientras recorría las galerías, de punta a punta, sólo sentía náuseas. En otras ocasiones, le habría gustado extender su imperio, hacerlo tan grande que quizá Denise acabara entonces por ceder, presa de admiración y miedo.


Mouret miraba cómo aquel torrente se volcaba en sus locales, pensaba que era uno de los amos de la riqueza pública, que tenía entre las manos el destino de la fabricación francesa y que no podía comprar el beso de una de sus dependientes.

Ahora, a última hora de la tarde, cuando llegaba ante la caja de Lhomme, la costumbre lo impulsaba aún a mirar la cifra de ingresos, escrita en una tarjeta que el cajero ensartaba en la varilla que tenía al lado; rara vez bajaba de cien mil francos y, a  veces, en los días de ventas especiales, sobrepasaba los ochocientos o los novecientos mil. Pero aquella cantidad no le retumbaba ya en los oídos como un trompetazo; se arrepentía de haber sentido interés por ella; sólo sacaba en limpio amargura, odio y desprecio por el dinero."

Me ha resultado curioso hallar aquí alguno de los ingredientes que Scott Fitzgerald usaría después en "El Gran Gatsby" y Orson Welles en "Ciudadano Kane", de hombres con fortunas construidas para hacerse merecedores de una cariño que ansían y que no pueden conseguir, de un dinero con el que pueden lograr cualquier cosa menos el amor que desean. De ser ricos pero no ser más que unos pagafantas, porque el amor de verdad nunca se compra, es un regalo que se nos da. Además de ello, Zola nos muestra una trama y a una serie de personajes que, salvo ciertos usos sociales, resultan muy de hoy día, con no pocas reflexiones sobre el comercio y la economía que pueden ser perfectamente aplicables a nuestra época. Una novela excelente y que recomiendo vivamente.

"Belle" y "Chef". Alternativas de verano

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Estamos acostumbrados a ver en los cuadros antiguos a gentes de alto copete posando con sus mejores galas, pues eran los más pudientes quienes podían permitirse el capricho de ser retratados en una pintura, para dejar testimonio de su importancia y su paso por la vida, para dejar su imagen como referencia para las generaciones siguientes. De vez en cuando también fueron retratados los más pobres como un modo indirecto de denuncia de la vida más penosa que debían pasar, siempre encogidos, lejos de los posados autosuficientes de los poderosos, en una clara metáfora social. Y obviamente se trataba siempre de gente de raza blanca, pues en siglos pasados otras razas no tenían ningún tipo de preeminencia en el mundo occidental y en el caso de los negros su destino era la esclavitud. Pero héte aquí que en Gran Bretaña fue pintado un cuadro en el siglo XVIII en el que aparecían dos mujeres de diferentes razas, una negra y otra blanca, ambas en igualdad de condiciones, sin sumisión de la una hacia la otra y con la chica blanca alargando su brazo hacia la negra, en clara muestra de afecto. Ese es el punto de partida de la película "Belle".
 
 
Dido Elizabeth Belle (Mbatha-Raw), una joven mestiza, la hija ilegítima de un Almirante de la Marina Real (Matthew Goode), es criada por su tío abuelo Lord Mansfield (Tom Wilkinson) y su esposa (Emily Watson), compartiendo sus años de infancia y juventud con su prima lejana Lady Elizabeth Murray (Sarah Gadon), a quien su padre dejó también al cuidado de Lord y Lady Mansfield tras la muerte de su madre. Al mismo tiempo que su linaje le permite disfrutar de ciertos privilegios, su presencia provoca también problemas sociales, pues en Inglaterra aún sigue vigente la esclavitud.
 
 
Dido Elizabeth Belle fue quizás el único ejemplo de una dama mestiza en la sociedad inglesa de aquellos años, cuando los negros eran esclavos o vivían pobremente al servicio de señores blancos. El nacimiento de Dido estuvo envuelto en controversia, por ser hija de un almirante inglés que mantuvo relaciones con una mujer africana y que al contrario que muchos otros que engendraron bastardos y se desentendieron de ellos, reconoció a su hija y la convirtió en su heredera, dotándola de todos los privilegios de una clase acomodada. No en vano, el tío abuelo que la acoge es el Presidente de la Corte Suprema, que tendrá bastante que decir cuando estalla el caso de una matanza indiscriminada de esclavos negros, que cuestiona el modo de vida de muchos comerciantes ingleses de la época y los ideales del juez, más abiertos de miras.
 
 
 
Todo eso sucede al tiempo que Dido es presentada en sociedad y sufre el rechazo de los grandes herederos, que simplemente la ven como una esclava con trajes de señorita respetable. Pero no todo serán rechazos para Dido, que encontrará apoyo en su prima (que a pesar de ser blanca y bella es también rechazada por carecer de una herencia que la haga más "respetable"), que la trata como si fuera su propia hermana y en un joven aspirante a abogado que lucha por los derechos de los negros, John Davinier (Sam Reid). Por todo ello, si quisiéramos encasillar fácilmente a "Belle", podríamos decir que es una mezcla entre el "Orgullo y prejuicio" de Jane Austen y la "Amistad" de Steven Spielberg, por su mezcla de historia de época en la que dos mujeres buscan el amor en una sociedad donde los casamientos se hacen por intereses económicos y por su exposición de un juicio en contra del esclavismo que aún imperaba décadas antes de que fuera prohibido.
 
 
La película ha sido dirigida por la británica Amma Asante, que de niña se hizo muy popular en aquellos lares por su participación en el drama colegial "Grange Hill" y que después encauzó sus pasos a la escritura de guiones y la dirección de películas, recibiendo varios premios por su debut tras la cámara en "Un modo de vida". Ahora ha dirigido esta "Belle", que cuenta con el buen acabado de las producciones de época británicas, aunque también adolece de cierto convencionalismo que hace a la historia un poco más intrascendente de lo que merece. Es una cinta que sigue a rajatabla los códigos esperados en este tipo de películas y eso acaba siendo su mayor virtud y su mayor defecto.
 
 
 
Sin embargo, como también es habitual en estas producciones, los actores están a la altura de las circunstancias y hacen un buen trabajo con sus personajes, ya sean solventes veteranos como Tom Wilkinson, Emily Watson o Miranda Richardson o jóvenes como la desconocida Gugu Mbtaha-Raw, Tom Felton (el Draco Malfoy de la saga Harry Potter, siempre en papeles de tipo antipático y malvado) y la prometedora Sarah Gadon, actriz que descubrió David Cronenberg en "Un método peligroso" y que ha mostrado su belleza y talento en películas como "Cosmopolis" y "Enemy". Ella y Gugu Mbata-Raw muestran una gran química como esas primas lejanas que desarrollan un fuerte vínculo entre ellas para soportar mejor su condición de mujeres que no terminan de encajar en la sociedad de su tiempo, una por su raza y la otra por el abandono de sus padres.
 
 
"Belle" es una película que deja con un buen sabor de boca, al igual que otra que también he visto en los últimos días y que también habla sobre la necesidad de reiventarse para sobrevivir, aunque en este caso pasamos del siglo XVIII a la actualidad, cambiando los miriñaques, los corsés y las pelucas empolvadas por las redes sociales, que tienen una gran importancia en "Chef".
 
 
Carl Casper (Jon Favreau) es un chef que pierde su trabajo por negarse a aceptar las exigencias del propietario (Dustin Hoffman) del restaurante para el que trabaja cuando trata de ofrecer un menú diferente para contentar a un crítico culinario tan prestigioso como exigente (Oliver Platt). Es en ese momento cuando, con el consejo de su exmujer, (Sofia Vergara) emprende un proyecto de venta de comida en un camión junto a su mejor amigo (John Leguizamo) y su hijo (Emjay Anthony), con el que ha pasado tanto tiempo como le hubiera gustado.
 
 
Jon Favreau es uno de esos actores de los que la gran mayoría desconoce su nombre pero que posiblemente conozca cuando ve su cara, tras verle en papeles secundarios en un montón de películas en las que casi siempre le ha tocado ser el amigo graciosete del protagonista. Así lo ha hecho en cintas como "Very bad things", "Daredevil", "Separados", "Cuando menos te lo esperas" o "Todo incluido". Pero ha sido la dirección lo que le ha hecho convertirse en un nombre popular en la industria de Hollywood, pues tras escribir "Swingers", que coprotagonizó con su amigo Vince Vaughn, ha dirigido filmes como "Elf", "Zathura" y sobre todo, las dos primeras partes de "Iron Man", todo un éxito a nivel mundial y donde se reservaba el papel de asistente del Tony Stark que tan bien ha encarnado Robert Downey Jr. Su penúltima película, "Cowboys & Aliens" fue sin embargo un fracaso y ahora ha querido volver a un cine más modesto, alejado de los efectos especiales en "Chef".
 
 
Cuando uno ve la película no puede dejar de pensar en la historia del propio Favreau, pues el chef que encarna tras unos orígenes humildes consigue la fama y es un tropiezo con un crítico por seguir las instrucciones de los jefes lo le lleva a replantearse su modo de vida y la necesidad de volver a los inicios montando un pequeño camión de comidas. De este modo, el filme se hace preguntas sobre el papel de los críticos (en este caso gastronómicos) y su capacidad para hundir carreras con sus comentarios negativos, que hacen daño a una serie de gente que ha tratado de hacer su trabajo. Al mismo tiempo se establece que al público puede gustarle algo que no es lo más exquisito a los ojos del paladar más exigente, pues el restaurante marcha bien con el menú habitual y es por ello que el dueño no quiere que el chef cambie nada del menú. Toda una metáfora que muy bien podría ser aplicable al cine de Hollywood de hoy día, que no hace mucho caso de las ideas originales, acomodado en sagas y secuelas a sabiendas de que es lo que más suele funcionar entre el gran público, más allá de las malas críticas que pueda haber. Porque al fin y al cabo una mala crítica no es más que un arañazo que se cura pronto cuando la película recauda cientos de millones de dólares a nivel mundial, por eso la mejor protesta contra las películas más ramplonas es no verlas, no hay argumento más poderoso contra una gran producción que una taquilla pobre.
 
 
Pero más allá de todo ello, "Chef" no deja de ser una cinta de tono amable sobre un hombre que ha perdido un poco el norte y que quiere recuperar sus esencias dejando de lado su cocina de diseño y metiéndose en una camioneta a preparar comidas por varios puntos de Estados Unidos al tiempo que busca estrechar lazos con su hijo, al que ha dejado un poco de lado por su trabajo. Nada nuevo bajo el Sol, pero la mayoría de las veces no se trata de lo original que pueda ser el argumento, sino del enfoque que se le dé. Así, Favreau consigue darle el tono adecuado y construye una fábula sencilla y agradable de digerir, como varios de los platos que prepara durante el metraje (esta es una de esas películas que hay que ver después de haber comido o con una buena provisión de víveres porque es de las que despiertan el apetito). Una historia tradicional en la que se pone también de relevancia la importancia de las nuevas formas de comunicación, con la influencia que generan en nosotros las redes sociales y los portales de vídeos en streaming. Es el hijo del protagonista el que con sus 10 años descubre al padre todo lo que se cuece en Twitter y la importancia del boca a boca en esos soportes para conseguir más popularidad, aparte del peligro de aparecer en un vídeo en el que el protagonista sale poco favorecido y que se convierte en viral.
 
 
Favreau sabe que con actores de cierto renombre la cosa entra mejor y por ello se rodea de un reparto con muchas caras conocidas, algunas en papeles muy breves, como es el caso de Dustin Hoffman y Robert Downey Jr. y Scarlett Johansson, conocidos del actor/director de las películas de Iron Man. De este modo es el propio Favreau, John Leguizamo y Sofia Vergara los que tienen más tiempo en pantalla en una historia muy americana (los protagonistas recorren el país de costa a costa, con paradas en Nueva Orleans y Texas) con mucha influencia latina, pues el protagonista vuelve a Miami para recuperar las sensaciones de sus inicios y los colombianos Leguizamo y Vergara interpretan a dos personajes de origen latino (cubanos en este caso), aparte de varias canciones en español sazonando la historia.
 
 

 
 
De este modo, "Belle" y "Chef" pertenecen a ese grupo de películas que quizá no cambien la vida del que las vea, pero que son una buena alternativa a las grandes producciones que suelen estrenarse en verano y que dejan aún más frío que el aire acondicionado que hay que aguantar en ciertas salas.

Robos de privacidades, desnudeces y opiniones

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Agosto ha terminado ya y lo ha hecho con una de esas noticias pop que suelen inundar medios de comunicación de todo tipo, de los más horteras a los más sesudos. Porque todos ellos se han hecho eco del filtrado de unas fotos de la actriz Jennifer Lawrence (protagonista de la saga "Los juegos del hambre" y vista en películas como las últimas de los X-Men, donde hace de Mística, "El lado bueno de las cosas" y "La gran estafa americana"). Al parecer, ello ha sido obra de un hacker que ha accedido al móvil de Lawrence y de otras actrices como Kirsten Dunst (la Mary Jane de las adaptaciones de Spiderman que hizo Sam Raimi) o Mary Elizabeth Winstead (vista en "Death Proof" o "La jungla 4.0") y ha sacado a la luz fotos suyas que dejan poco a la imaginación y que ellas guardaban para sí mismas y con quien quisieran compartirlas. Unas fotos que no reproduciré aquí porque me opongo a publicar robados y porque no quiero que me cierren el blog los que persiguen la filtración.
 
 
Todo esto, como noticia pop, no deja de ser un poco de ruido que enseguida se disipará y quedará en anécdota, pues podemos recordar otro de esos hackeos famosos, el que le sucedió a Scarlett Johansson cuando también filtraron fotos suyas con poca ropa. Algo que no deja de evidenciar ese eslogan que tenía la película "Syriana" y que siempre recuerdo en estas ocasiones aunque la película no tenía que ver con Internet. "Todo está conectado" decía dicho eslogan y es algo que se aplica muy bien al mundo de las tecnologías, donde hoy día es posible conectarse a Internet con un montón de dispositivos, de manera que hasta los ordenadores de toda la vida empiezan a quedarse obsoletos.
 
 
Hace unas semanas se estrenaba "Open Windows", que ofrece una visión a todo este universo en expansión y los peligros que puede acarrear si se usa con fines intrigantes, donde se planteaba una trama en la que una actriz famosa era acosada por los manejos de un hacker que se introducía en su ordenador y su teléfono móvil. Un móvil que en su versión actual de smartphone con múltiples posibilidades de conexiones en red es una autopista de varios carriles para que un hacker un poco mañoso pueda conducirse sin problemas. De modo que cualquiera puede hacer lo que quiera con su móvil, pero también sabe que se arriesga a que se lo puedan piratear en un momento dado y accedan a todo lo que contiene y eso le ha pasado a Jennifer Lawrence y compañía. Es en días como hoy en los que me alegro de tener un móvil sin conexión a Internet, aparte de que si me hackearan no encontrarían más fotos que de paisajes y atardeceres, que es lo que más me gusta retratar.
 
 

 
Todo esto se ha hecho noticia por la invasión de privacidad, que es algo siempre deplorable y porque una actriz de cierto renombre aparece desnuda de un modo en el que nunca había aparecido en ninguna película, pues los desnudos de una desconocida no levantarían el mismo revuelo, no tendría esa erótica del poder. Curiosamente, esto ha coincidido en el tiempo con un desnudo pactado, con el posado de otra actriz que ha enseñado el pecho adrede en unas fotos para una revista. La británica Keira Knightley, a la que este verano hemos podido ver desplegar todo su encanto en la no menos encantadora "Begin again", ha mostrado su pecho en una de las fotos en las que ha posado para la revista "Interview".
 




 
 
Los que hemos seguido la carrera de la actriz no es la primera que la vemos mostrando su pecho, algo que ha hecho en algunas de sus películas y con lo que ella misma ha bromeado diciendo que es tan pequeño que a nadie le importa. De este modo, que ella muestre un desnudo no es tan noticiable, aparte de que tampoco tiene el morbo de ser algo escamoteado de su esfera privada. Una en posado y otra en robado, Keira Knightley y Jennifer Lawrence, han dado también que hablar con comentarios de gente que ha evaluado sus físicos, en algunos casos de forma desfavorable. La una por parecer muy delgada y la otra por no parecerlo, una por tener pocas curvas y la otra por tener demasiadas. Como ya dije en su momento cuando hice esa comparativa entre Keira y Scarlett Johansson, a mí me gustan ambas tipologías, la delgadita y la curvilínea, porque considerar pasada de peso a una mujer como Jennifer Lawrence demuestra tener poco gusto por el atractivo de las mujeres.
 
 
Y al hilo de esto, como si fuera todo una conjunción de circunstancias que llevara al mismo punto, me he encontrado con un artículo de la periodista y escritora Rosa Montero en "El País Semanal" en el que habla de las reacciones que ve hacia otros cuerpos y de las trabas que siempre se andan sacando, en unos casos por exceso y en otros por defecto.

"Escribo este artículo en mitad de agosto. Desde la ventana del lugar donde tecleo, veo muy a lo lejos la línea amarilla de una playa que, aunque ahora resulta casi indistinguible, sé que está llena de gente. Y me pregunto cuántas niñas, adolescentes, jóvenes y señoras habrá ahora mismo en esa playa sufriendo de una manera u otra por su cuerpo; pensando que están gordas; que se les ven hoyos de celulitis en las nalgas; que les retiemblan demasiado los brazos; que la barriga les impide ponerse biquinis; que no tienen pecho suficiente; que tienen demasiado pecho; que sus rodillas son demasiado gruesas; que sus rodillas son demasiado picudas; que carecen de espaldas y parecen una pera; que sus espaldas son anchísimas y parecen un jugador de rugby; que su horrible cabello es tan fino y tieso que no pueden hacer nada con él; que su horrible cabello es tan grueso y rizado que no hay manera de sacarle partido. En fin, la lista de pequeños accidentes físicos, de supuestas catástrofes corporales con las que puede obsesionarse una mujer es infinita.
 
La mayoría cree que se preocupan tanto por los michelines a causa de los hombres, para gustar a los hombres, porque los hombres no van a quererlas si no son perfectas. Pero están equivocadísimas, porque, en general, los varones normales no tienen esa maniática fijación con las menudencias del cuerpo. Van más a la masa, a lo sustancial; a la suavidad de la piel, al calor y la química, como es natural en los animales que también somos. Vamos, que la inmensa mayoría de los hombres ni se han fijado en esos dos malditos hoyitos de celulitis que tienes y que te impiden estar a gusto en la playa. Por eso muchas mujeres no se ponen en traje de baño, o desarrollan unas estrategias complicadísimas de pareos, falditas, pañuelos, pantalones cortos, camisolas. Creo que algunas hasta serían felices bañándose con burka.
 
Somos nuestras mayores tiranas, y a menudo también las mayores tiranas de las demás mujeres. Porque no sólo nos contemplamos a nosotras mismas con ojos que, más que de rayos X, son de resonancia magnética con contraste, sino que también solemos aplicar esa mirada implacable, deformada, microscópica y patológica a las pobres prójimas con las que nos cruzamos, y siempre con afán comparativo: “Pues esa tiene las caderas más anchas que yo y mira los pantalones tan apretados que lleva… A esa, en cambio, se le ven unos brazos estupendos, es mayor que yo y los tiene más firmes”. Y así de loquinarias vamos todo el día, unas más y otras menos, pero todas cayendo alguna vez en la tontería. La mujer que no haya mirado de reojillo alguna vez la silueta de otra mujer comparándola con la propia que tire la primera piedra.
 
¿Y por qué nos sucede esta desgracia? Pues no porque seamos idiotas, desde luego (véase a esa maravillosa iraní de 37 años, Maryam Mirzakhani, que acaba de recibir la medalla Fields, que es como el Nobel de las matemáticas), sino porque, en efecto, existe una delirante y enferma convención social que impone un modelo de mujer imposible. Chicas anoréxicas y bellezas perfectas nacidas del Photoshop. Y lo peor de todo es que nosotras nos tomamos esos modelos como un mandato divino, mientras que los hombres, que desde luego contribuyen a crear la presión, luego no se toman tan en serio la existencia de estas ninfas. Me parece que no terminan de considerarlas reales (con razón: no lo son) e incluso he podido comprobar más de una vez que, cuando una mujer es muy bella, los hombres suelen asustarse.
 
De modo que, en la intimidad, creo que los varones nos aceptan más de lo que nos aceptamos nosotras mismas; pero lo malo es que, socialmente, los prejuicios sexistas siguen funcionando de manera feroz y todo el rato se nos mide por lo físico, como si fuéramos terneras en una feria de ganado. Y así, se habla de la apariencia y de la guapeza de las ministras (de los ministros, normalmente horrorosos, nunca se dice nada), o, de repente, llega un nuevo fichaje al Real Madrid, James Rodríguez, y en Twitter se dedican a meterse con su mujer, la colombiana Daniela Ospina, antigua jugadora de voleibol, atlética y divina, y a decir que es fea. Qué mísero, qué estúpido. Me gustaría ver a los energúmenos que escribieron esos mensajes: me gustaría ver sus tripas cerveceras, sus piernas torcidas, sus culos escurridos y sus espaldas peludas. Porque esa es otra: a la mayoría de los hombres parece importarles un pimiento su propia apariencia. A esos sí que los ves en la playa tan tranquilos, paticortos, culibajos y con unos barrigones que dan miedo, paseando tan orondos por la orilla. Chicas, menos obsesionarnos con nuestra celulitis y más exigirles a esos gaznápiros que hagan un poco de ejercicio."
 
 
Internet es un mundo que no deja de ser reflejo del que vivimos, porque somos nosotros los que lo construimos y le damos forma, no es un ente que nos domina a su voluntad. Por ello, mucha gente no resistirá esa curiosidad natural por lo secreto y lo prohibido y habrá visto o verá las fotos robadas a Jennifer Lawrence y también verá los posados de Keira Knightley y opinará y a unos les gustarán más y a otros les gustarán menos. Unos dirán que el desnudo es bueno y otros que es una aberración, unos dirán que si quieren hacerse fotos con poca ropa que lo hagan y otros dirán que más les valdría centrarse en otros menesteres para evitarse disgustos. Sea como fuere, tampoco es el fin del mundo, no dejan de ser cosas de agosto, ese mes tan pop por excelencia, en el que todo se detiene y todo sigue.

Necesidad de compañía

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Una cosa que siempre me ha llamado la atención es la capacidad de algunas personas para los extremismos sentimentales/amorosos, es decir, para cambiar de pareja con la misma rapidez que se cambian de ropa o para engancharse a una media naranja de la que no se separan nunca aunque no les falten motivos. En ambos casos me parece que hay algo de engaño, a la otra persona y a uno mismo. En el caso de la gente que deja una relación y enseguida está con otra hay un engaño en esa rapidez en encontrar de nuevo el amor, algo dificil de creer, porque si lo encuentra tan rápido es porque realmente no quería tanto a su anterior pareja o porque quiere engañarse y autoconvencerse de que lo que nuevo que consigue es mucho mejor que lo que tenía. Y si hablamos de la gente que no está a gusto con su pareja pero no la deja por miedo a la soledad o al qué dirán los que los rodean (algo habitual en las relaciones largas, donde se ha creado un vínculo con personas cercanas al otro miembro de la pareja), con lo que también se engañan a sí mismas, asumiendo su relación como una condena que hay que aguantar y engañan a los demás fingiendo un amor que no existe del modo en que se cree.


Está claro que yo veo las cosas desde un punto de vista que no es el mismo de los que están implicados, porque desde dentro siempre se ven las cosas de otro modo y los sentimientos llevan a cometer ciertas locuras, porque la madre del hombre más malo del mundo siempre le seguirá queriendo como su hijo. Y será por eso por lo que me llama la atención mucho el fenómeno de la gente que no puede o no sabe estar sola, un hecho que me ha venido a la cabeza al leer un artículo aparecido en la revista "Mujer Hoy" y que reza del modo que sigue.

"Ser soltera en el año 2014 no es un problema, sino un estado civil. Según el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), el 27,3% de los españoles lo son y la cifra no ha parado de aumentar en las dos últimas décadas. Según la Encuesta de Población Activa, de los 15 millones de solteros, separados, divorciados y viudos que existían en 2005 hemos pasado a poco más de 17 millones. Y los que han roto con la pareja han aumentado un 54% y representan ya al 5,5% de la población española (2,1 millones de personas). 

La situación arrastra, además, un boyante negocio para dar respuesta a las necesidades de los que viven solos. Ni siquiera el lenguaje es el mismo: se llaman “singles” o impares; ya no hay solterones. Pero las cosas no siempre fueron así. Seguro que todavía muchas hemos escuchado expresiones como “quedarse para vestir santos”, “se le ha pasado el arroz”, “es una solterona”… Hubo un tiempo en que no casarse era una maldición para las mujeres. Hoy hablamos del reloj biológico, el de la maternidad, precisamente porque las mujeres hacen muchas cosas antes de pensar en casarse o tener hijos: estudiar, viajar, desarrollar su carrera profesional, tener muchas relaciones…  
La salvaguarda del matrimonio 

Pero en la época de nuestras abuelas –e incluso de nuestras madres— una mujer sin novio a los 25 años era un caso perdido. Las solteras no solo no tenían futuro como mujeres –sin hijos, en un tiempo en el que la maternidad era imprescindible–, tampoco capacidad de supervivencia: era frecuente que dependieran económicamente de otros parientes, porque nadie educaba a las chicas para que tuvieran una profesión. El matrimonio era una salvaguarda. Lo más a lo que podían aspirar era a ser institutrices, maestras o subalternas en el servicio doméstico. Y en otras ocasiones, su papel era de cuidadoras de todos los miembros de la familia que envejecían o enfermeban. Las novelas de Jane Austen, las hermanas Bronté, Clarín o Benito Pérez Galdós están pobladas de estos personajes llenos de patetismo, descritos a menudos con crueldad, que inspiran conmiseración y simbolizan lo que ninguna mujer quería ser. 

Sin embargo, la presión por encontrar pareja ha quedado marcada a fuego en la identidad de muchas mujeres: la idea de que las solteras eran pobres y feas, que tenían algo de criaturas desnaturalizadas, poco femeninas, sumidas en una existencia gris alejada del placer, la sensualidad y la atención masculina, siguen aterrorizando a muchas chicas. “Para algunas mujeres, su identidad femenina depende aún de la mirada masculina. Si un hombre no mira, es como si ellas no existieran”, asegura la psicóloga Mariela Michelena, autora de Me cuesta tanto olvidarte (Temas de Hoy). 

La independencia es soledad y la temen más que a la muerte. Por eso, buscan como sea, evitar, primero, la ruptura, y luego estar sin pareja. Enlazan una relación con otra. O soportan relaciones inanes, dañinas; se engañan con una atracción que, en realidad, no sienten, con tal de no deambular por ahí por sí mismas. 

Sin embargo, hay varios tipos de alérgicas a la soltería y esta incapacidad, supuestamente una decisión voluntaria, para ser “single”, esconde gran número de matices y conflictos, a veces difíciles de sacar a la luz sin un análisis profesional. Están, en primer lugar, las que comenzaron su relación siendo adolescentes con el compañero de colegio y, 20 años y varios hijos después, siguen aparentemente igual de enamoradas. Aparentemente. Porque, sí, hay parejas que evolucionan al mismo ritmo, seres que encuentran esa “media naranja” a la primera y llegan a los 90 con ella. 

Pero, en general, cabría preguntarse si un novio adolescente se transforma con tanta facilidad en una pareja adulta y compenetrada cuando la niña que éramos se ha convertido en una mujer hecha y derecha. Y si ambos caminan por el mismo carril, al mismo ritmo y con los mismos objetivos. El segundo prototipo es el de aquellas chicas que afirman que “tienen una necesidad enorme de afecto” y no se recuerdan solas salvo un corto intervalo de unos meses. “En cuanto siento que mi relación se tambalea, me pongo manos a la obra, casi de manera inconsciente, para encontrar otra”, confiesa Natalia, de 32 años. Muchas presumen, además, de conservar lazos estrechos (incluso con derecho a roce) con sus ex. Más que encadenar, acumulan relaciones. ¿Cómo si necesitaran estar rodeadas de una cohorte de admiradores? 

¿O porque solo se sienten a gusto en plena efervescencia pasional, y cuando esta desaparece, huyen? Hay un tercer tipo basado en la permanente relación “ni contigo, ni sin ti”, que nunca acaba, nunca mejora, pero siempre sobrevive a lo largo de los años. Y, por fin, un cuarto, quizá el más problemático: las mujeres que tienen pavor a estar solas. “Este miedo tiene un nombre incluso: los expertos lo llaman “anuptafobia”, explica el psicólogo Yvon Dallaire. Más allá de la soledad, temen el abandono. Por eso, permanecen en pareja por defecto o se lanzan a los brazos del primero que aparece, para huir de una situación que no pueden soportar. En el origen de estos miedos puede haber una ruptura familiar o una separación vivida de forma traumática. En estos casos es necesario ayuda profesional, para objetivar ese miedo y salir de la dependencia. 

Necesidad de seguridad 

Es cierto que nos movemos en un mundo de parejas. Parece que vivir solo no tiene buena fama. Los expertos le atribuyen a la pareja ventajas sobre la salud, la felicidad, la estabilidad emocional y la esperanza de vida. Vivir en pareja es también más “barato”, aunque este no sea un argumento romántico y no funcione como motor de una relación, pero es posible que sí otorgue cierta tranquilidad en el trasfondo de nuestra mente, conectada con una necesidad de seguridad más profunda. La clave, una vez más, está en elegir libremente. Nada hay más dañino para la salud y la felicidad que una relación aburrida, agresiva o llena de hipócritas convencionalismos. Vamos, aquello que nuestras abuelas, abocadas al matrimonio sí o sí, expresaban con el clásico “más vale solo que mal acompañado”.

¿Por qué siguen unidas las parejas? 

“Para que el amor se produzca hay que haber recorrido un proceso determinado y tener una maduración psicológica que no se da de entrada”, dice la psicoanalista Isabel Menéndez, en su libro La construcción del amor (Espasa). Estos son algunos elementos necesarios para mantener una relación de largo aliento: Que una pareja dure no es cuestión suerte. Se trata de sacar adelante un proyecto común, basado en una misma filosofía de vida. Son necesarias cualidades relacionadas con la madurez emocional: sentido de responsabilidad y cierta inteligencia emocional. La pareja genera crisis y nos enfrenta a problemas que tienen que ver con la forma de ser del otro. La convivencia a lo largo plazo es un desafío y es necesario tener destreza y capacidad para superar las pruebas: perdonar, transigir, ceder… Hay que tener sentido de equipo y saber negociar. 

De la depresión al sentido del humor 

Existe un grupo especialmente vulnerable a la depresión entre las mujeres mayores de 40 años, en ocasiones con hijos pero sin pareja estable, aunque sean independientes económicamente y hayan desarrollado una carrera profesional con éxito, según aseguran desde la Asociación de Mujeres para la Salud, especializada en la atención psicológica desde la perspectiva de género. Muchas de esas mujeres son profesionales que postergaron la creación de una familia, pero otras muchas son divorciadas o separadas, que tomaron la iniciativa en romper con su pareja y viven solas por primera vez. 

La presión social sigue funcionando en este aspecto: separadas o solteras suscitan cierta admiración por su independencia, pero no pueden librarse de su propia autocrítica, en un caso por no haber sido capaces de fundar una familia y tener hijos (“tenerlo todo”) y en el otro, por una sobrecarga de responsabilidades familiares, al ocuparse de sus sus hijos y sus padres. Además, aunque hayan tomado la decisión de romper un matrimonio que no les satisfacía, siguen considerando la soledad como fracaso. Muchas tienden a encadenar relaciones poco enriquecedoras para su autoestima, sin tener tiempo de pararse a pensar y cuidarse. Junto a esta realidad, surge un tipo de mujeres cuya arma es el sentido del humor. 

Es el caso de la empresaria y conferenciante estadounidense Melanie Notkin, de 50 años. Su blog, publicado en el Huffingtonpost norteamericano, ha dado la vuelta al mundo. “Sé lo que estás pensando –escribe–, puedo leerlo en tu cara… Estás tratando de averiguar si hay algo malo en mí. La pregunta que te has hecho cuando has descubierto que era soltera y que no tenía hijos es: ¿Qué problema tendrá?”.


Este es un artículo que a pesar de salir publicado en una revista dirigida en principio a un público femenino también nos puede dar pistas de esos hombres que tampoco saben estar solos, que sin duda los hay. No pocos hombres son niños grandes que necesitan a una "mami" a la que recurrir cuando lo necesitan, aún en el caso de que sean infieles por naturaleza y convicción. Todos hemos visto a hombres con novia a la que le ponen los cuernos cada dos por tres y en algunos casos hasta de forma consentida por la otra parte, como un acuerdo tácito en el que el hombre (y a veces también la mujer) tiene sus aventurillas por ahí y al final del día vuelve al hogar donde le espera la doncella que le dé su descanso del guerrero. Esos son los casos más flagrantes de hombres temerosos de la soledad, que necesitan atrapar toda la compañía que surge a su alrededor para llenar un vacío que apenas puede ser consolado porque nace de algo mucho más profundo, de un sentimiento de desamparo imposible de ocupar, de una falta de adaptación a la vida. Una vez más vuelvo a acordarme del Don Draper de la serie "Mad Men", ese personaje egoísta y aparentemente triunfador que en el fondo no tiene nada y que es de lo más fascinante que ha parido la ficción reciente.


Ya he comentado alguna vez que la soledad forzosa es una de las peores condenas que pueden caerle a cualquier persona, pero la soledad es algo con lo que tenemos que aprender a convivir, aprender a lidiar con nosotros mismos y saber qué es lo que somos en lugar de huir de ello buscando la compañía de forma desesperada y fastidiando a terceras personas. Porque es cuando sabemos estar solos cuando de verdad podemos encontrar y disfrutar una buena compañía y cuando también nos convertimos en buena compañía para los demás, cuando sabemos lo que nos gusta que nos den y lo que no, así como lo que podemos dar y lo que no.

"El niño", "Amigos de más", "Boyhood" y "Jersey Boys". Popurrí cinéfilo

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En las últimas semanas he tenido la oportunidad de ver algunas películas en las que estaba interesado y al no tener mucho tiempo para hablar de ellas a medida que las veía y por no ir desperdigando las críticas de forma cansina, he optado por hacer una entrada tamaño XXL en la que recopilo mis impresiones de todas ellas. Hoy les hablaré de “El niño, “Amigos de más”, “Boyhood” y “Jersey Boys”.

Siempre se dice que un crítico de cine es un cineasta frustrado, del mismo modo que existe el dicho de que quien no sabe hacer se dedica a enseñar. A veces es un dicho injusto, pero en otras ocasiones es muy real y existen varios ejemplos de críticos de cine que en su momento aspiraron a hacer películas y que al no tener el talento o la disposición de hacerlas, se conformaron con hablar de otros y ejercer una profesión en la que podían disfrutar de su pasión por el séptimo arte desde el lado del espectador. Por eso los críticos critican, valga la redundancia, porque a la hora de analizarla ellos ven la película como les gustaría que fuese, como lo que ellos harían de ser el director, yo mismo siento esa sensación cuando hablo por aquí de películas a pesar de no dedicarme a la crítica de cine. Por eso creo que no hay que santificar al crítico, porque todo acaba siendo cuestión de gustos y opiniones y te puede pasar que al crítico le guste un tipo de cine que a ti no y vayas a ver alguna de las películas que recomienda y te sientas cabreado por perder el tiempo y el dinero o estúpido por no saber apreciarla del mismo modo. Así, hay gente flipada con el terror y el fantástico que pondera con entusiasmo cualquier película de ese género aunque luego las veas y compruebes que muchas son deleznables y otros que no pueden ver las comedias americanas o las películas de época y nunca hablarán bien de filmes destacables en ambos ámbitos. Yo pequé de esa inocencia en mis arranques como cinéfilo y vi películas que decía este y aquel que eran maravillosas y a mí me parecían lo peor, antes de comprender de que lo que realmente necesitaba era formarme un criterio sólido y saber de quién fiarme y de quién no, sabiendo de qué pie cojea cada uno.



A pesar de todo, hay críticos que han conseguido saltar la barrera y convertirse en cineastas. En Francia, la famosa “nouvelle vague” apareció a través de una serie de personas como François Truffaut, Jean Luc Godard, Claude Chabrol o Eric Rohmer, que empezaron escribiendo sobre cine y acabaron renovándolo usando códigos ya conocidos junto a otros que ellos creían convenientes, en el sueño del crítico pudiendo rehacer las películas a su antojo. En España tenemos como caso más destacado el del mallorquín Daniel Monzón, que en los 90 fue crítico en revistas como “Fotogramas” y programas como “Días de cine” antes de dar el salto tras la cámara con “El corazón de guerrero” y seguir su carrera como director con “El robo más grande jamás contado”, “La caja Kovak” y “Celda 211”, que le consolidó con un gran éxito de crítica y público. Ahora promete dar que hablar de nuevo con “El niño”.


Dos jóvenes, El Niño (Jesús Castro) y El Compi (Jesús Carroza), quieren iniciarse en el mundo del narcotráfico en el estrecho de Gibraltar. Riesgo, adrenalina y dinero al alcance de cualquiera capaz de atravesar esa distancia en una lancha cargada de hachís volando sobre las olas. Por su parte Jesús (Luis Tosar) y Eva (Bárbara Lennie) son dos agentes de Policía antidroga que llevan años tratando de demostrar que la ruta del hachís es ahora uno de los principales coladeros de la cocaína en Europa. Su objetivo es El Inglés (Ian McShane), el hombre que mueve los hilos desde Gibraltar, su base de operaciones. Los destinos de estos personajes a ambos lados de la ley terminan por cruzarse para descubrir que el enfrentamiento de sus respectivos mundos era más peligroso, complejo y moralmente ambiguo de lo que hubieran imaginado.



Cuando el estrecho de Gibraltar ocupa las portadas de los medios informativos suele ser por temas de inmigración ilegal y de africanos que tratan de cruzar como sea los kilómetros que separan su continente de Europa, para ellos tierra de abundancia y donde empezar una nueva vida. Sin embargo, como puerta de Europa, el estrecho también es lugar de tráfico de mercancías de todo tipo, entre ellas de drogas. Un escenario en el que muchos se ponen las botas gracias a la audacia de tipos que no dudan en jugarse la vida pasando las sustancias ilegales a pesar de la persecución de la que son objeto por parte de los policías. 

 

El dinero rápido y el espíritu de aventura es lo que mueve a jóvenes como El Niño y El Compi. Los dos pasan de ser unos parias del escalafón social a triunfar gracias a la pericia de El Niño conduciendo lanchas motoras para transportar la droga. Por el otro lado están los agentes de la autoridad que luchan contra algo que, como muestra la película, es como el mito de Sísifo, una labor condenada a tener que repetirse hasta el infinito porque el crimen siempre está ahí presente, incluso contaminando a algunos de sus miembros, que optan por el camino fácil y al no poder vencer al enemigo se unen a él. Los personajes luchan contra algo más grande que ellos, que es un mar de corrupción tan inabarcable como el océano que todos ellos pueden contemplar desde ambos lados del Estrecho.


Monzón dirige con pulso esta historia que mantiene el interés durante las dos horas largas que dura, uniendo adecuadamente los momentos de acción con la exploración psicológica de sus protagonistas. Sin embargo, a veces la atención se centra demasiado en los chavales y se puede echar en falta algo más de introspección en algunos de los policías, como el que interpreta Bárbara Lennie, de la que no sabemos mucho más aparte de que es la compañera de fatigas del personaje de Tosar (que aquí luce un bisoñé que tampoco tiene mucho sentido). Todos los actores cumplen en su labor y la película nos deja el descubrimiento de Jesús Castro, debutante en el mundo del cine y que muestra presencia aunque se le nota algo verde a la hora de interpretar. Mucho mejor está Jesús Carroza, que interpreta a su compañero de fatigas y que con este papel supera los años de olvido, haciendo papeles de poco fuste, en los que se había sumido tras ganar el Goya al actor revelación por su intervención en “Siete vírgenes” junto a Juan José Ballesta (otro semiolvidado que parecía que se iba a comer el mundo).



El niño” es una película que ha logrado un gran éxito de taquilla gracias a la promoción del Grupo Mediaset, productora de la película que este año se ha coronado como una gran maquinaria de publicidad, ayudada por el alto número de canales televisivos que posee y que en su momento ya contribuyó al éxito de “Ocho apellidos vascos”. Si aquella no dejaba de ser una comedia que apostaba por el sainete más populachero para agradar a todo el mundo, “El niño” es un thriller donde se usan códigos del cine americano aplicados a realidades que nos son más cercanas, algo que Monzón ya hizo con acierto en la celebrada “Celda 211”. Los casos de ambas películas demuestran que la gente está dispuesta a ir al cine si el producto les atrae y está dispuesta a ver cine español, un cine que produce películas buenas, regulares y horrorosas, pero que no merece la crítica gratuita de aquellos que demuestran con orgullo su ignorancia diciendo que solo vive de la Guerra Civil y los desnudos.


Me van a permitir que ahora cruce el Atlántico y me vaya a la ciudad canadiense de Toronto, esa Nueva York en versión reducida y que uno de esos lugares que alguna vez me gustaría visitar. En Toronto se desarrolla la acción de “Amigos de más”, una nueva aproximación a las historias de dos personas que se conocen y que se gustan, pero que por diversas circunstancias no pueden ser nada más que amigos.


Wallace (Daniel Radcliffe) y Chantry (Zoe Kazan) se conocen en una fiesta mientras leen poesía escrita con imanes de nevera y descubren que poseen una química excelente... como amigos. Entre ellos se crea una relación en la que hablan de todo, desde películas a enfermedades o regalos de Navidad decepcionantes. Parece la amistad perfecta, pero hay un problema: Chantry tiene novio formal y Wallace está locamente enamorado de ella.


Amigos de más” viene dirigida por el canadiense Michael Dowse y supone un nuevo modo de ver a Daniel Radcliffe, que siempre estará unido a su rol de Harry Potter en las películas que se hicieron del niño mago y que sin embargo ya ha crecido y es un hombre hecho y derecho, aquejado de problemas amorosos. A simple vista, su personaje de Wallace es un perdedor de libro, que renunció a su vocación como médico por un desengaño sentimental, aguanta con resignación las numerosas conquistas de su amigo Allan, vive con su hermana , se sienta en el tejado de casa a pensar sobre sus frustraciones vitales y aunque se muestra resentido con el sentimiento amoroso va al cine a ver historias románticas como “La princesa prometida”, algo que le convierte en un “fracasado total”, en palabras de Chantry, su nuevo objeto de interés. Ella es una joven que se dedica al mundo de la ilustración y que en ocasiones proyecta sus pensamientos a través de un trasunto de ella misma en versión animada. Tiene un novio de hace años y empieza apreciando su nueva amistad con Wallace, al que conoce en una fiesta. Una amistad que será puesta a prueba cuando su novio se traslade a Dublín por cuestiones de trabajo y Wallace acabe siendo una especie de sustituto que le dé el cariño que le falta en su día a día.


En la película se habla de esos sentimientos tan universales de las fronteras entre amistad y amor entre hombres y mujeres, de cuando el amor más candoroso empieza a tomar un cariz diferente y una de las partes no puede dejar de ver a la otra como una amistad. Siempre se habla de la imposibilidad de la amistad entre gente de distinto sexo porque la atracción siempre va a surgir, algo en lo que no estoy de acuerdo, pues he experimentado relaciones amistosas con otras mujeres por las que no he sentido la necesidad de convertirme en su novio, de quererlas pero no de verme como su pareja. Creo que la clave es no engañarse, saber distinguir los sentimientos, el modo en que te atrae la otra persona y saber que si quieres algo más que amistad no te engañes tratando de ser su amigo, porque lo que deseas es otra cosa y la frustración solo te traerá dolor.


En “Amigos de más” me sorprende para bien el buen trabajo de Daniel Radcliffe, que muestra que más allá de ser Potter para los restos, puede desenvolverse bien en otros roles y compone con acierto su papel de perdedor con buen fondo. Zoe Kazan muestra una vez más su encanto algo naif, tal como hizo en sus intervenciones en “Revolutionary Road” o “Ruby Sparks” y Adam Driver pone el contrapunto extravagante, algo en lo que se ha especializado desde su revelación en la serie “Girls”. Una película agradable de ver y que nos habla de esas pequeñas cosas que forman finalmente nuestra vida.




De las pequeñas grandes cosas sabe bastante Richard Linklater, uno de esos directores que se ha construido una carrera mucho más apreciada por el público cinéfilo que por las grandes masas. Su cine nunca ha sido experimental ni especialmente arriesgado, pero sin embargo sus películas han estado lejos de ser grandes éxitos de taquilla y han tenido un toque personal. Por ejemplo, su obra más famosa es la trilogía “Antes de…”, en la que Ethan Hawke y Julie Delpy se enamoran y se desenamoran en el amanecer, el atardecer y el anochecer, una obra de tono romántico que está lejos del calado popular de tantas comedias románticas protagonizadas por las Julia Roberts, Sandra Bullock y Jennifer Aniston de turno, a pesar de que su calidad y su realismo es mucho mayor. Quizá sea por eso mismo, que hay no poca gente que busca las películas lo más pastelosas posible para no pensar en sus problemas y en que otro mundo es posible.

 
Mientras tanto, Linklater sigue a lo suyo y ahora ha estrenado “Boyhood”, una película de apariencia convencional que tiene mucho de experimental en su elaboración. Y es que a lo largo de 12 años el director ha ido filmando a un pequeño grupo de actores durante unos días cada año para mostrar el crecimiento y la evolución de un joven, desde los 6 a los 18 años.


Uno de los problemas que suele tener el aficionado al cine es la creación de expectativas, cuando los trailers de las películas o los comentarios de las primeras personas que las han visto generan un gran entusiasmo y uno cree que se va a encontrar con una de esas películas acontecimiento que le llegarán muy dentro y le cambiarán la vida. En varias ocasiones se cumple ese refrán que asegura que “vísperas de mucho, días de nada” y las ilusiones que se habían puesto se ven decepcionadas, como en tantos aspectos de la vida. Algo así ocurre con esta “Boyhood”, que desde su estreno en el festival de Berlín hace unos meses generó un gran revuelo y muchos hablaban de la película definitiva a la hora de mostrar el crecimiento humano y que era una obra maestra como no había habido otra en el cine. Lo que da la experiencia es que la piel se endurece y las ilusiones se controlan mejor cuando se ha experimentado la decepción, así que yo cojo con pinzas los comentarios entusiastas y me dejo influir lo justo por ellos, a sabiendas de las otras veces que muchos han visto una maravilla donde yo no veía gran cosa. Porque “Boyhood” tiene la cosa novedosa de mostrar al mismo personaje creciendo año a año, sin tener que usar a otros actores para darle vida a lo largo de sus diversas etapas, pero más allá de eso no deja de ser la clásica historia de aprendizaje vital que el cine nos ha contado tantas veces, así que nada nuevo bajo el Sol.

Linklater nos va mostrando el crecimiento del pequeño Mason a través de sus vivencias junto a su madre, su hermana mayor, sus amigos, sus primeros amores, su padre y los diversos padres políticos que va teniendo, que nunca hacen feliz a su madre. Uno de los problemas de la historia es focalizar demasiado la atención en Mason, que, como le dicen en un momento de la película, es “un muermo” y cualquiera que comparta plano con él tiene un mayor interés. Mason puede ser interesante como un trasunto del espectador, que va observando lo que le rodea, pero no resulta tan convincente cuando se trata de sus propias aventuras. En ello influye también que Ellar Coltrane, el joven protagonista, no se dedique a la actuación y su relación con la cámara se limita a haber interpretado a Mason durante unos días cada año, al igual que sucede con Lorelei Linklater, hija del director, que pasa de ser una niña pizpireta e inquieta a una adolescente callada y reconcentrada que va perdiendo protagonismo a medida que avanza el metraje porque estaba harta de grabar la película, según ha confesado Linklater. Por eso la película sube muchos enteros cuando están en pantalla Patricia Arquette o Ethan Hawke, para mí el verdadero sostén de esta película. Cuando Hawke aparece la película sube enteros y cuando no, se le echa en falta en su papel de padre que aparece de forma eventual en la vida de Mason. El otro gran problema de “Boyhood” es su ritmo, a veces irregular y que hace que sus 165 minutos de duración se hagan largos y que se mire el reloj de vez en cuando (en este sentido, no pude dejar de pensar en “La vida de Adele”, otra historia de aprendizaje vital que duraba 3 horas y hasta se me hizo corta, ya se sabe que el tiempo es relativo).
 

Pero más allá de estos problemas, “Boyhood” es una buena película, ambientada en el estado de Texas, del cual son nativos Linklater y Hawke y que representa con ironía a esos Estados Unidos tradicionales que tenemos en mente en Europa, con sus gentes jurando lealtad a la bandera de Texas, con el conservadurismo político y social o las armas y la Biblia como regalos para el cumpleaños de un chaval de 15 años. El mayor acierto del filme es mostrar la fugacidad y el descolocamiento de la experiencia vital, lo rápido que pasa todo y lo poco que se ajustan nuestras aspiraciones a nuestras realidades, siempre sujetas a una serie de vaivenes que muchas veces escapan a nuestro control. Mason se pregunta en un momento dado cuál es el sentido de la vida y su madre llora cuando Mason se va a la universidad porque considera que una vez criados sus hijos ya no le queda otra cosa que esperar la muerte y siente que el tiempo se le ha escapado entre los dedos.

Con todo ello, a pesar de que “Boyhood” me deja buenas sensaciones, no deja de ser una de estas películas-río en las que pasan muchas cosas a lo largo de los años y unas interesan más y otras menos, con un resultado desigual. Yo me sigo quedando con la trilogía “Antes de…”, que me parece más redonda en su conjunción de cine arriesgado y comercial.

Y si “Boyhood” habla del paso del tiempo y del cambio en las relaciones humanas, también lo hace “Jersey Boys”, la penúltima película de Clint Eastwood como director (porque ya tiene otra en fase de montaje), en el que es su regreso tras la cámara tres años después de “J.Edgar”, su biografía sobre la controvertida personalidad del fundador del FBI, Edgar Hoover, que pasó injustamente sin pena ni gloria. Ahora, el veterano Eastwood adapta el musical “Jersey Boys”, inspirado en la vida de Frankie Valli y los Four Seasons, un grupo surgido en los 60 y que hizo canciones aún hoy recordadas como “Big girls don´t cry” o “Can´t take my eyes off you”




Eastwood hace gala una vez más de su clasicismo a la hora de plantear la historia y nos ofrece un musical en el que, salvo al final, no hay grandes coreografías de gente que se arranca a bailar y todos conocen los pasos y los bailan al mismo tiempo. Aquí son las canciones de Frankie Valli y los Four Seasons las que copan la atención y se interpretan a su debido tiempo, en grabaciones o conciertos, mientras entre medias vamos conociendo las entretelas de los miembros del grupo, surgidos de la comunidad italoamericana de Nueva Jersey y que hacen gala de los fuertes códigos de amistad y familiaridad con los que siempre se ha retratado a ese grupo social y no en vano tuvieron sus relaciones con la mafia de la zona, con el gangster Gyp de Carlo, que fue una especie de Padrino para ellos.


El gran defecto que podemos achacar a “Jersey Boys” es similar al que podíamos encontrar en “Boyhood”, el hecho de ir narrando varias cosas que se van sucediendo con los años y que por su ocasional superficialidad a veces no calan en el espectador. El problema con las películas biográficas es que sus protagonistas tengan que seguir la habitual senda de iniciación-éxito-fracaso-redención y condensar una vida en unas dos horas de metraje, algo que se queda muy corto y que deja fuera muchos hechos destacables y a eso no es ajeno “Jersey Boys”. Así, vemos a personajes que parece que van a tener su importancia y desaparecen del mapa y otros que están más tiempo en pantalla pero de los que desconocemos muchos detalles. Un caso bien claro se comprueba en la relación de Frankie Valli con su familia, a la que apenas vemos y en un momento dado Eastwood nos muestra que tiene a 3 hijas bien crecidas que casi dan susto porque no sabemos de dónde han salido, ni se ha mostrado su nacimiento ni se habla de ellas. Será con una de ellas con la que Valli tendrá una relación especial que en la película queda muy impostada, mostrando a la muchacha de golpe y porrazo y sacándola con igual rapidez, sin que el espectador sienta lo más mínimo. Puede ser válido como metáfora de lo poco que Valli veía a su familia a causa de su exitosa carrera, pero aún pensando eso no deja de haber cierta torpeza narrativa, algo raro siendo el tema de la relación paterno-filial un asunto recurrente en la filmografía de Eastwood.



Lo que es de agradecer es que el director no se haya dejado llevar por la corriente de poner a grandes estrellas como protagonistas y haya optado por un reparto de nombres anónimos para el gran público, siendo Christopher Walken el único conocido. Todos ellos cumplen con su papel sin grandes alardes, en conjunción con una película que se deja ver pero que tampoco será recordada como una de las mejores de su director. Un director que a sus 84 años se niega a jubilarse y que sigue haciendo las historias que le interesan a su manera, porque ya no tiene que andar demostrando nada al resto del mundo.

Quién sabe lo que traerá la marea

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Estos días ha llegado a los cines “El hombre más buscado”, la penúltima película que rodó el actor Philip Seymour Hoffman antes de morir por sobredosis de drogas mientras todavía no había acabado su participación en la saga de “Los juegos del hambre”. No he visto aún la película, pero he leído comentarios acerca del mal aspecto que luce Seymour Hoffman, más gordo que nunca, con la voz rota y aspecto demacrado y tristón, en parte por exigencias del personaje y en parte porque ya se intuía el infierno que atravesaba el intérprete y que le llevó a la muerte unos meses más tarde.


Este verano conocíamos también el suicidio de otro actor, Robin Williams, que se ahorcaba con un cinturón al no poder superar una depresión que le había carcomido el alma y le había dejado sin fuerzas para vivir. Un actor que fue muy conocido por sus papeles cómicos en varias películas y al que la mayoría del público identificaba como un payasete muy eficaz. Un actor que sin embargo también supo brillar en papeles dramáticos y mostró que el payaso podía estar más triste de lo que parecía.

 
Y no acaba aquí la cosa en lo que respecta al mundo actoral, pues hace pocas semanas salía publicada una entrevista con George Clooney (un actor que siempre ha hecho gala del humor en muchos de sus papeles y apariciones públicas) en la que hablaba de las veces que se había planteado el suicidio a causa de una insatisfacción vital que no se le iba.


Ni Seymour Hoffman, ni Williams ni Clooney han sido unos fracasados, si acaso Williams ya había dejado atrás sus años de gloria, pero aún seguía haciendo cine. Los tres han sido intérpretes de fama, cada uno en su estilo, algo que no parece haberles llenado del todo, algo que a la gente de a pie le cuesta entender porque no conciben que gente que lo tiene todo pueda llegar a sufrir, porque si lo pasan mal los que parecen tenerlo todo qué se supone que deben hacer los menos favorecidos. Y esa es una pregunta entendible, pero el carácter humano siempre se caracteriza por buscar algo más y esa búsqueda, unida a un carácter con una mayor sensibilidad, común a las profesiones artísticas, puede producir resultados nefastos de descontento, que tratan de ahogarse con cosas que produzcan bienestar. Seymour Hoffman y Williams ya habían estado implicados en casos de adicción al alcohol y las drogas, algo que dejaron atrás por un tiempo y en lo que volvieron a recaer para tratar de buscar un consuelo a unas penurias que habían reaparecido con fuerza y que les costaron la vida, porque decidieron huir en lugar de enfrentarse a todo ello.

Yo tengo una personalidad que tiende a la melancolía y suelo pasar por ocasionales dientes de sierra emocionales, por etapas donde lo veo todo bastante mal y sin solución satisfactoria. Etapas en la que pienso que soy un fraude, un pobre idiota que no hará nada con su vida y que morirá solo y sin tener donde caerse, sin que a nadie le importe. Estos momentos suelen ser temporales, de pocos días y suelen ser superados a través de la resistencia propia y la que me da la gente a la que quiero y que me gusta sentir cerca, especialmente en esos malos tragos. Pero ha habido ocasiones donde esos dientes de sierra se han convertido en oscuros pozos negros en los que creía que me iba a volver loco y de los que he salido de milagro, quizá por puro instinto de supervivencia. Recuerdo mis 16,17 años y lo cabreado que estaba con todo, cuando me vino el pavo de la adolescencia y empecé a suspender en el colegio, a discutir con todo el mundo y la de veces que me asomaba a la ventana de mi cuarto pensando en lo fácil que sería dar un saltito y acabar con todo. En mis años universitarios, cuando aún no había cumplido los 20, tuve otra de esas crisis a causa de un cruel desengaño amoroso y la ansiedad que aquello generó me llegó a repercutir incluso a nivel físico, con ataques de pánico que me hicieron ingresar en urgencias con un amago de infarto. Aún recuerdo las palabras del médico que me atendió, que me hizo de improvisado psicólogo pues fue el primero al que conté aquel problema que me ahogaba, recomendándome que me tomara la vida con más calma o no iba a llegar muy lejos. 


Bien sabe Dios que aquello fue un punto de inflexión en mi vida y aunque me dejó cierto miedo a querer por temor a sufrir daños así, aprendí a tomarme las cosas con más filosofía. Sin embargo, esos fantasmas siempre están al acecho esperando colarse por alguna rendija que les abras y recuerdo la última vez que me pasó, hará cosa de unos 4 años, cuando el trabajo que entonces tenía había empezado a parecerme lo peor y detestaba las dobleces y el carácter falsario de muchos de mis compañeros. Una parte de mí estaba pidiéndome salir de allí, pero sin saber a dónde dirigirme, que es la peor de las situaciones. Empecé a dormir poco y a descuidar mi aspecto, engordé y perdí pelo y fue viéndome un día en el espejo donde comprobé a donde estaba llegando y fue mi instinto de conservación el que me avisó de que saliera de ahí. Afortunadamente, la crisis ya había llegado y perdí mi trabajo por un recorte de plantilla, de modo que ese fue el impulso para dejar aquella ciudad y aquel entorno y empezar de cero en la gran ciudad donde ahora me encuentro, sin que haya vuelto a poner los pies en la ciudad que dejé ni haya hablado con nadie de los que quedaron atrás, que mostraron su verdadera catadura al no mostrar el más mínimo interés de hacia donde me iba. Yo no soy un pejiguero que necesite que me pasen la mano por la cabeza todo el día, de hecho nunca me ha gustado, pero sé que soy inseguro y demasiado autocrítico y necesito que de vez en cuando me echen un capote por encima y que me digan que todo está bien, algo que trato de hacer con la gente a la que quiero cuando ellos están mal, porque me ha ayudado a salir de esos malos momentos. En el momento de escribir estas líneas pienso en ellos y debo admitir que si sigo aquí es gracias a su contribución, a veces sin que ellos lo supieran me estaban dando la vida. Como ese "With a little help of my friends" que compusieron los Beatles y versionó Joe Cocker y que hizo famosa por su uso como sintonía de la serie "Aquellos maravillosos años".


Imagino que un consuelo así es lo que les faltó a Seymour Hoffman o Williams, que buscaron refugio en unas sustancias que solo dan un placer pasajero antes  que pasen sus efectos y te devuelvan con intereses la mierda que creías haber dejado atrás, por eso los alcohólicos y drogadictos necesitan siempre la siguiente dosis. No obstante, ante el drama cotidiano existe la posibilidad de penar hasta purgar todo lo que te hace daño o seguir la vía inconsciente y engañosa de tirar hacia adelante y no dejar espacio para el dolor, algo en lo que la vida también nos da ejemplos en todos sus estratos. Por ejemplo, me acuerdo ahora de la presentadora televisiva Raquel Sánchez Silva, que hace menos de año y medio perdió a su marido después de que este se suicidara y tras el dolor de la pérdida y de una serie de acusaciones en las que se especulaba sobre su culpabilidad en el caso ahora vuelve a estar emparejada y “con nuevo amor” si parafraseamos los melosos (y absurdos) adjetivos con que las revistas del corazón empaquetan a todas las relaciones que surgen, aunque no se trate más que de cuatro polvos que duran una temporada. 


El caso de Sánchez Silva siempre me ha interesado, por esa capacidad de sobreponerse con tanta rapidez y ha sido a través de entrevistas suyas donde he visto que ella es de esas personas que prefieren pasar tres días encerradas llorando y al cuarto salen a la calle y tratan de esconder los restos para empezar de nuevo, como si nada hubiera pasado para no dejar más espacio al dolor, aunque este siga ahí. Algo parecido está sucediendo con la actriz María Valverde, que ha roto su relación con el actor Mario Casas años después de empezarla con la película juvenil aquella de “A tres metros sobre el cielo”, que hizo que mucha gente conociera a la actriz, a pesar de que esta llevaba ya años haciendo cine y había ganado incluso un Goya por “La flaqueza del bolchevique”. Cosas del público masivo, que hasta que un actor no sale en un taquillazo o una serie de televisión parece que no existe. 

 
El caso es que la relación de Casas y Valverde parece ser que se había acabado hacía meses aunque se haya dado a conocer ahora y no por ello la actriz ha dejado de colgar en sus redes sociales fotos de lugares donde ha estado en verano y asegura que ha sido el mejor verano de su vida. Todo ello mientras en algunas de esas instantáneas quedaba claro que su aspecto había empeorado y se la veía más delgada y demacrada, producto seguramente de muchos momentos de dolor que quedaban fuera de las fotos, por esa función de marketing de uno mismo que parecen haber ganado las redes sociales, donde siempre hay que vender marca e imagen positiva para que no te consideren un muermo.


 
La forma de actuar de Sánchez Silva y Valverde desde el punto de vista del melancólico da un poco de rabia por su falsedad, pues la pena no es como una basura de la que te desprendes y a otra cosa mariposa, porque sigue ahí, pero quizá es más inteligente que la de rumiar la pena hasta que esta te haya devorado. Yo siempre siento esa contradicción ante aquellos que actúan ante los problemas como si no existieran, les acuso y a la vez les admiro porque nunca he sido capaz de actuar así, de hecho la única vez que he podido esconder el dolor de la vista de los otros y fingir que todo iba bien ha sido en la crisis de los años universitarios que comentaba párrafos atrás y ya ven como terminó.

Sea como fuere, parece claro que estas mujeres, como tantas otras personas que ven las cosas de ese modo, luchan por salir adelante aunque sea a costa de engañarse a sí mismas, en una huida incesante hasta el momento donde todo lo negativo deje de perseguirlas y se quede atrás. Quizá es lo que hice yo mismo en ocasiones pasadas, lo que habrá tratado de hacer George Clooney y lo que debieron hacer Philip Seymour Hoffman y Robin Williams y tantos otros que decidieron acabar con su vida cuando les pareció insoportable. Al final se trata de salir adelante, de la manera que sea, como muy bien quedaba reflejado en la excelente película “Náufrago” (que tantas veces he visto en los momentos bajos), donde el personaje de Tom Hanks regresaba a casa tras años de soledad en una isla desierta y se encontraba con que, tras el sufrimiento pasado, había perdido su vida anterior y debía recomponerse para seguir respirando y afrontar lo que traiga la marea. Toda una metáfora vital de la que siempre se puede aprender.


"House of Cards". Las oscuridades de la vida política

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Estos días la actualidad política viene marcada por una serie de noticias que hacen buena la frase aquella de “El gatopardo” de que todo tiene que cambiar para seguir igual. Se habla de la amenaza de los integristas islámicos, de ataques estadounidenses en Irak, de necesidades independentistas de ciertos lugares que nunca llegarán a nada y parece que nos vemos retrotraídos a años del pasado, en una especie de bucle en la que el tiempo pasa pero todo se mantiene inalterable, como en el día de la marmota. Sin embargo, entre todos esos hechos tan poco originales ha habido uno que ha llamado la atención en nuestro país, el de la dimisión de Alberto Ruiz Gallardón como ministro de Justicia al no poder sacar adelante una polémica reforma de la ley del aborto que pretendía criminalizar aún más un tema de por sí polémico en un país de tanta raigambre católica como el nuestro (siempre pienso que en los países protestantes, donde la religión no ha acostumbrado a ser un freno para los avances sociales, les debe dar la risa cada vez que oyen estas polémicas). La dimisión ha llamado la atención porque otra raigambre inalterable en nuestros lares es la alergia a la dimisión por parte de los cargos públicos por lamentable que sea su fracaso, creyendo que muestran una mayor dignidad al seguir en el puesto, como el capitán que no abandona el barco cuando hay un hundimiento o porque simplemente no quieren despegarse de aquello que les da poder y dinero. La dimisión va acompañada de un anuncio de retiro de la política para Ruiz Gallardón, que ha sido uno de los hombres fuertes del Partido Popular durante años, que durante un tiempo hizo valer para ganar votos una imagen ambigua de ser de lo más progresista dentro de un partido conservador y al que las circunstancias de su último cargo le han hecho caer cual castillo de naipes. Aunque quién sabe si la polémica ley surgió por convicción del ex minsitro o por instrucciones de arriba, de esos mismos que viendo que los votos de antiabortistas iban a ser menores que los que iban a abandonarles si aprobaban esa ley, han hecho bueno lo de “donde dije digo, digo diego”.

Sea como fuere, todos estos hechos han coincidido para mí con el visionado de una de esas series que todo el mundo pondera con pasión y que yo suelo ver un tiempo después de su aparición, pues no me gusta estar pendiente de varias series de televisión porque de diversificar tanto mi atención al final no disfruto de ninguna, como el que quiere leer varios libros a la vez. Prefiero centrar mis atenciones en una cada cierto tiempo y en la que he estado los últimos días ha sido “House of Cards”, de la que ya he visto las dos temporadas que se han hecho hasta el momento y que me ha dejado encantado.

House of Cards” es el remake estadounidense de una serie británica del mismo nombre de principios de los 90, en la que se mostraba una visión irónica de la vida política inglesa a través de un individuo que tenía conexiones con los núcleos de poder. En su versión yanqui, la serie está protagonizada por el congresista Frank Underwood (Kevin Spacey), un hombre que define a la perfección el adjetivo “maquiavélico”, pues para él el fin justifica cualquier medio empleado. Underwood es un tipo que solamente sirve a sus propios intereses y sabe como apelar a los instintos más bajos de los demás para conseguirlos, sabe que en el fondo la mayoría de los políticos que le rodean en Washington son de la misma calaña y solo necesita pulsar la tecla adecuada para ponerlos de su lado o destruirlos en cuanto dejan de ser útiles. Todo ello le ha servido para convertirse en un hombre importante en el escalafón del poder, aunque eso no es suficiente para él y con la ayuda de su mujer Claire (Robin Wright) irá derribando los obstáculos que le impiden llegar a lo más alto.

Se sabe que un relato funciona cuando el autor consigue ponerte de parte del protagonista, por malvado y odiable que sea, algo que se consigue de pleno en esta serie. Kevin Spacey demuestra que los personajes hijoputescos son su punto fuerte y su Frank Underwood nos devuelve a sus días de gloria en los 90, donde vimos su capacidad de dar vida a gente poco recomendable en películas como “Sospechosos habituales”, “American beauty” o “Seven”.

Seven” fue el primer gran éxito de David Fincher, que aquí es uno de los productores de la serie, además de director de los dos primeros episodios. Y el Frank Underwood de Spacey no está lejos de aquel psicópata que asesinaba en función de los pecados capitales, queriéndonos transmitir que los demás son peores y que él está haciendo lo correcto. En este sentido, resultan impagables los monólogos a cámara de Spacey, como los apartes de una obra de teatro clásico, donde el protagonista hace un alto y nos transmite sus pensamientos durante una escena antes de seguir con la acción. Unos apartes cargados de mala leche.

Pero si Spacey está magnífico como ese congresista ambicioso, no menos destacable está Robin Wright (ya sin el apellido Penn que la ha acompañado durante años, tras su divorcio de Sean Penn, a la sombra del que estuvo durante años y que hizo que siempre haya sido una actriz infravalorada) como su mujer. Ella es una dama de apariencia afable que esconde a una arpía calculadora, aún más nociva si cabe que su marido. Una mujer que no necesita cambiar la expresión de su rostro para hacer las mayores jugarretas a quienes se ponen en su contra, una mujer que comparte confidencias al final del día con su marido y que insiste en el papel que ambos tienen como equipo para lograr sus objetivos. Una relación donde el amor es el interés común para el desarrollo de cada uno, como sería deseable en cualquier pareja, aunque en el caso de ellos no deja de tener un cierto componente de extraña relación comercial. Los dos saben de lo que es capaz el otro y que podría destruirles si se lo propusiera, pero aún teniendo clara esa idea se quieren mutuamente. Una de las parejas más interesantes que ha dado la ficción reciente.

Spacey y Wright brillan y lo hacen también gracias a unos estupendos guiones que hablan sin tapujos de las intrigas que se cuecen en palacio, aquí las cámaras de representantes y la Casa Blanca, intrigas desconocidas para la mayor parte de la población y a veces necesarias para sacar adelante diversas actuaciones. Así vemos a congresistas cuyo voto varía en función de la recompensa que obtengan, a empresarios que colaboran con el poder para obtener un trato de favor, a filtraciones interesadas a la prensa para presionar o derribar a rivales y la incapacidad de los medios de comunicación para llegar más allá de la punta del iceberg, de su imposibilidad de desvelar todo lo que está sucediendo. Un panorama de ambigüedad moral en el que Frank Underwood se mueve como pez en el agua.




Así pues, cuando uno ve casos como el de Gallardón no puede dejar de pensar en “House of Cards”, donde los juegos de poder están a la orden del día y donde lo que parece inamovible puede caer como un castillo de naipes, tal como reza el título. Una serie muy recomendable para aquellos que estén interesados en las entrañas del mundo político y en el análisis de unas personalidades tan corrompidas como fascinantes.

El cartel y los sueños

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"A las ocho de la mañana en las paradas de autobús había pasajeros silenciosos e incomunicados bajo la marquesina, cada uno con sus sueños y problemas a cuestas, que se disponían a acudir al trabajo. En uno de los paneles laterales de cada parada el cuerpo adolescente de Maribel Verdú exhibía una lencería sugerente, mínimas bragas caladas, un sostén rebosante y un mohín oferente entre ingenuo y malvado en los labios. Era entonces Maribel una modelo publicitaria explosiva de 13 años, un auténtico pastel de carne. A muchos hombres no les importaba en absoluto que el autobús se retrasara, puesto que eso significaba seguir dándose un banquete mirando de soslayo aquellas formas desnudas adorables. Cuando los pasajeros subían al vehículo Maribel Verdú les seguía con la mirada intensa, incluso a través de la ventanilla, hasta doblar la esquina. Cada pasajero creía que aquella mirada oscura era exclusiva para él y parecía algo más que una invitación a comprar esas prendas íntimas. Era una tentación a romper con la vida anodina y a huir con aquella chica de la valla lejos, muy lejos, a cualquier paraíso perdido.

Después de un día de trabajo con todas las frustraciones y miserias que se acumulan al final de la tarde, los pasajeros se apeaban en la parada y allí estaba Maribel Verdú, sonriente e intacta, esperando con otra oferta en la mirada. Se trataba ahora de navegar la noche con ella más allá de los sueños. “Mira cómo estoy, quédate conmigo hasta la madrugada. Anda, atrévete”, parecía decirles a los jóvenes oficinistas, a los empleados honrados, solteros o casados, gente común, generalmente derrotada. Mientras ellos volvían a casa ella se quedaba allí a esperar a que alguien se la llevara y algunos caballeros soñaban de noche con esa chica y al día siguiente ella les volvía a invitar a una excitante e imposible huida. Ese era el juego excitante de cada día, invierno o verano, que también se repetía en las estaciones de metro. Desde el convoy, los pasajeros veían el panel donde la chica mostraba sus curvas malvadas como una ráfaga sobre la multitud que llenaba los andenes. Era un tiempo en que el ciudadano comenzó a interiorizar el cuerpo de esta chica como una categoría a priori de todos los sueños imposibles de alcanzar, los cinco sentidos que convergían en una mirada que te acompañaba bajo las acacias de la ciudad hasta el interior de la almohada. Pero una madrugada, Maribel Verdú fue secuestrada, cosa que no sorprendió a nadie. En varias paradas de autobús el panel había desaparecido. Un enamorado anónimo la había arrancado de cuajo, se la había llevado a casa y la había encerrado en un sótano amordazada solo para adorarla. No pidió rescate. Era ella misma el precio a pagar."

http://cultura.elpais.com/cultura/2014/08/22/actualidad/1408719093_115480.html

Estas líneas pertenecen a un artículo del escritor Manuel Vicent publicado este verano en el diario "El País" y dedicado a la actriz Maribel Verdú, musa erótica de muchos españoles durante los años 80 y 90 por un atractivo físico que explotó en varias películas donde casi siempre aparecía mostrando alguna parte de su anatomía. Todo ello hasta que, tras unos años apartada del cine, supo reinventarse y demostrar en películas como "El laberinto del fauno", "Los girasoles ciegos" o "Blancanieves" que bajo esas bellas formas había una actriz muy competente.

 
Pero no es de Maribel Verdú de quien quiero hablar en esta entrada, sino de la idea planteada por Vicent de la belleza femenina inmortalizada en una foto y usada para promocionar un producto que, a pesar de estar dirigido a las mujeres, atrae una mayor atención de los hombres por causas obvias. Estos días puede verse en los escaparates de las tiendas de la firma de ropa interior Intimissimi una foto de la actriz Blanca Suárez luciendo un sostén de color negro que da mayor turgencia a su pecho. Una imagen destinada a llamar la atención del público a dos niveles: para los hombres como objeto de seducción instantánea y para las mujeres como una fantasía de la que quieren formar parte, de crear deseos de comprar el sostén para verse tan atractivas como esa foto que concita su interés.


Así que estos días me siento un poco como los oficinistas de los que hablaba Manuel Vicent, viendo esa foto de Blanca Suárez cuando a salgo a pasear alguna de estas decadentes noches de inicio de otoño, en las que se adivina el inicio del invierno. O cuando salgo de trabajar, también de noche y ella es lo único bonito que veo en unas calles tomadas por los servicios de limpieza, mendigos escondidos entre cartones o gente de aspecto alucinado o demente vagando por las vacías calles como muertos vivientes. Con todo ello, la imagen de Blanca Suárez es esa tentación a dejar la vida anodina atrás y huir a cualquier paraíso perdido con ella, la invitación a soñar con quitarle esa prenda y probar lo que hay debajo. Algo así sugería una escena de la película "The Pelayos", donde ella interpretaba al ligue de uno de los protagonistas mientras su hermano observaba con envidia y deseo sus evoluciones amatorias. Una película donde la ficción se hizo realidad, pues tras ese rodaje Blanca Suárez inició una relación con Miguel Ángel Silvestre, el actor que había sido su amante en la pantalla y que durante unos años lo fue en la realidad.


Sin embargo, con esta chica tuve la suerte de superar la cuarta pared sin necesidad de llevarme a casa ningún cartel publicitario y pude conocerla en persona hace un par de años, en una entrevista hecha con motivo de la presentación de la película "Miel de naranjas", en la que ella participaba. Fue un momento bonito, los dos sentados en las butacas de una sala vacía, pudiendo charlando durante unos minutos y hablando de diversas cuestiones. Ella me mostró un carácter tímido y reservado que necesita de cierta confianza para expandirse, que es algo que siempre me ha seducido muchísimo en una mujer, intuir todo el mundo que se oculta tras una sonrisa, una mirada o una reflexión. Creo que ella también se sintió cómoda durante la entrevista, pues cuando nos despedimos no tuvo problema en sacarse una foto conmigo y me despidió con los dos besos de cortesía, acompañados de una afectuosa caricia en la espalda. Una de esas experiencias que te hacen agradecer las puertas que te abre tu profesión, pues de otro modo habría sido poco probable cualquier contacto.


A buen seguro ella habrá olvidado ese momento, sepultado entre los vividos con tanta gente con la que ha tratado desde entonces entre rodajes, entrevistas y relaciones personales. Pero cada vez que la veo en alguna parte no puedo evitar seguir pensando en aquella chica de aspecto frágil y tímido que parecía sentirse extraña rodeada de tanta gente que la deseaba más o menos disimuladamente pero que no quería o no podía conocer un secreto que ella tampoco revelaría a cualquiera. Una chica que es admirada y también envidiada u odiada por aquellos que no ven el secreto por ninguna parte y deseada por los que querrían llevársela con ellos a algún lugar paradisíaco, pensando que el secreto de esa chica del sujetador es la llave de sus sueños.


"Perdida". El espectáculo del morbo

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En los últimos días se ha hablado (y se sigue haciendo) por activa y por pasiva del primer contagio de la enfermedad del ébola en España, el de una enfermera que se contagió mientras trataba a un religioso que fue trasladado desde África para ser cuidado en su país de origen, ante la falta de recursos que hay por aquellos lares para combatir la enfermedad. Creo que todo el mundo conoce el revuelo que se montó con la ejecución del perro de la enfermera contagiada, por ser sospechoso de ser también portador de la enfermedad, para evitar más contagios. Así, por obra y gracia de las redes sociales, hemos sido testigos de montones de opiniones que pedían la salvación del infortunado can y que pedían (medio en broma medio en serio, imagino) la ejecución de la ministra, que en sus apariciones públicas ha demostrado que el reparto de los ministerios no se hace tanto por conocimientos sobre el cargo que van a ocupar como por “otras habilidades” políticas, para conseguir los mejores asientos. Tras acusaciones entre unos y otros para ver quien tenía la culpa, ha quedado claro que es un grave error desviar fondos de Sanidad para pagar la fiesta de aquellos que se lo han llevado crudo de bancos y cajas de ahorro. Un error que espero que la gente sea capaz de verlo a la hora de dar su voto para próximas elecciones y que no se queden en ridículos comentarios sobre si se debería matar a una ministra en lugar de a un perro, ridiculeces a las que se ha apuntado algún intelectual que deja claro que todos podemos caer alguna vez en la tontería.




Valga todo esto a modo de introducción para hablar del espectáculo que siempre se crea con cada fenómeno que nos pilla de cerca. Un contagio o una muerte de ébola en África o en Estados Unidos nos importa bastante poco, pensamos “qué pena” y seguimos con lo nuestro, pero cuando sucede cerca de la puerta de casa la cosa ya cambia, todo el mundo tiende a movilizarse cuando ve su supervivencia amenazada, es cosa del instinto. Y ese es uno de los temas que trata la película de la que voy a hablar en la entrada de hoy. Me refiero a “Perdida”, de David Fincher.




El día de su quinto aniversario de boda, Nick Dunne (Ben Affleck) descubre que su esposa Amy (Rosamund Pike) ha desaparecido misteriosamente. Pero pronto la presión policial y mediática hace que el retrato de felicidad doméstica que ofrece Nick empiece a tambalearse. Su extraña conducta lo convierte en sospechoso y todo el mundo comienza a preguntase si Nick mató a su esposa.



“Seven” y “El curioso caso de Benjamin Button” me parecen las mejores películas (de más joven también me fascinó “El club de la lucha”, que se me cayó bastante la segunda vez que la vi) que ha hecho un director no tan conocido por el gran público como un Spielberg o un Scorsese (en el tráiler de “Perdida” ni siquiera destacan su nombre), pero que es idolatrado por gran parte de la crítica, que incluso tiende a sobrevalorar  y a considerar oro todo lo que hace (trabajos como “Zodiac” o “La red social” dan buena fe de ello). Si buscamos una conexión entre toda su obra podemos deducir un vivo interés en el lado oscuro del ser humano, algo que también queda de manifiesto en su último filme.

 
No resulta fácil hacer una crítica de “Perdida” sin destripar partes esenciales de una película que tiene varios giros de guión a lo largo de sus casi dos horas y media de metraje. La premisa de la mujer desaparecida repentinamente es solamente el punto de partida para la historia urdida por Gillian Flynn, primero en formato de novela y ahora adaptándose a sí misma haciendo de guionista de la cinta de Fincher. Uno de los errores de muchos cineastas es tratar de buscar la originalidad a toda costa, de decir “esto está muy visto” y de querer dar el siguiente paso aún haciendo el ridículo o de espectadores que lo están esperando y se tragan auténticos bodrios con pretensiones. Lo cierto es que (casi) todo está ya inventado y es en las historias de siempre donde están los inicios de buenas o grandes películas, todo depende de las manos en las que se pongan.  Cuando acabo de ver “Perdida” no dejo de pensar que lo que acabo de ver no deja ser un argumento que podría encajar en un telefilme de sobremesa o en uno de esos culebrones de baratillo donde cada momento trascendente se destaca con un “tatachán” de la música. Pero sin embargo, Fincher tiene el oficio suficiente como para ir más allá de todo eso.




“Perdida” nos habla de un pueblo del estado de Missouri en el que todo es apacible hasta que las cosas se complican y sale a relucir lo peor de cada uno. Nick Dunne es un hombre respetado por su carácter apacible hasta que empieza a ser señalado como sospechoso de la desaparición de su mujer y muchos de sus vecinos empiezan a mirarle con malos ojos y los programas sensacionalistas de televisión que se hacen eco del caso no dudan en culpabilizarlo abiertamente, alimentando la espiral de hostilidad. Da igual que no existan pruebas contra Nick, todo parece señalarle como culpable y con eso basta para una masa embrutecida por el morbo y por la necesidad de buscar un chivo expiatorio.



Fincher nos ofrece con mucha ironía todo este panorama y muestra su buen ojo en la elección de Ben Affleck como protagonista, un actor que cuenta con muchos detractores por su limitada capacidad interpretativa y que ha encontrado su redención en una interesante carrera como director (“Adiós pequeña, adiós”, “The Town. Ciudad de ladrones” y la oscarizada “Argo”), aunque sigue siendo objeto de polémicas, como cuando mucha gente protestó por su elección para ser el próximo Batman en la gran pantalla. De este modo, Affleck es pintiparado para dar vida a ese personaje que no parece meterse con nadie y sobre el que recaen una serie de acusaciones y presiones.



No quiero olvidarme tampoco de la otra piedra angular de la historia, la mujer perdida del título, sobre la que es mejor decir lo menos posible para que el espectador descubra lo que sucede con ella. La británica Rosamund Pike interpreta a un personaje que a buen seguro la hará dar ese salto que prometía desde hace años, tras debutar como chica Bond en “Muere otro día” (una de las cintas más infames de la saga Bond, que jubiló a Pierce Brosnan del personaje). Pike ha estado en películas como “Orgullo y prejuicio”, “Los sustitutos”, “Jack Reacher” o “Bienvenidos al fin del mundo”, mostrando su pálida belleza y siempre como comparsa del protagonista de turno. En “Perdida”, su Amy es pieza fundamental de la narración y le da la oportunidad de mostrar sus habilidades interpretativas, al servicio de un personaje que a buen seguro será recordado con el paso de los años.

 

Si Affleck y Pike están a la altura de las circunstancias, también lo están el resto de secundarios de la cinta, cada uno en su cometido. Así, cabe destacar a Neil Patrick Harris (el Barney Stinson de “Cómo conocí a vuestra madre”) en el ambiguo rol de un antiguo amante de Amy y Tyler Perry (popular entre el público yanqui por sus películas donde se disfraza de mujer mayor negra, como si fuera un Eddie Murphy o un Martin Lawrence de saldo y que es otro triunfo particular de Fincher, al convertir a alguien tan aparentemente inadecuado en un actor notable, como ya hiciera con Justin Timberlake en “La red social”) dando vida al abogado de Nick.




A pesar de sus casi dos horas y media de duración, Fincher compone una película muy entretenida, donde se mantiene la expectación por lo que va a suceder y juega con el espectador al estilo de Hitchcock, dejando momentos logrados de intriga y humor negro que habrían gustado al maestro del suspense. Una película que tiene también algunos ecos de Bergman en su retrato de las relaciones matrimoniales y  la diferencia sobre lo que somos en realidad y los papeles que asumimos en las relaciones con otras personas o cómo los otros nos ven. Una película que acaba con el mismo plano con el que empieza, cuando las circunstancias son muy distintas tras el viaje que hemos hecho y lo que podíamos intuir al principio cambia totalmente cuando lo volvemos a ver al final. Solamente ese plano es una muestra de que tras la cámara hay alguien que sabe lo que se hace.



Una vez vista la película queda la duda de saber si aguantará un segundo visionado, una vez conocidos los giros de la trama. Pero no cabe duda de que en su primera vez vale la pena como entretenimiento apto para público generalista y paladares más refinados, algo de lo que no todas las películas pueden presumir. Una película que a buen seguro gustará a muchas parejas (en mi sesión salieron varias debatiendo vivamente lo que acababan de ver) y que gustará menos a los que la encuentren misógina, una acusación para mí absurda, pero que seguramente resonará por ahí. Como decía al principio y el filme nos muestra, la reflexión exagerada sobre algo sin analizarlo en profundidad está a la orden del día.


Hombres y mujeres invisibles

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Alguna vez he comentado que yo soy de esas personas que cuando entra a una habitación buscan no llamar la atención y busco ubicarme en algún rincón para no ser centro de las miradas escrutadoras. Será precisamente por eso por lo que mi llegada en líneas generales nunca es saludada con gran efusividad, porque la rehúyo y eso tiene su parte negativa, que es la de pasar desapercibido y ser más olvidable. Una persona me dijo una vez que por tímido que uno sea lo mejor que se puede hacer al llegar a un sitio donde no se le conoce es saludar a todo el mundo, mostrar simpatía y abrazar a las farolas si es necesario, para tratar de ofrecer una buena impresión. No importa lo buena gente que puedas ser o lo que puedas aportar a ese grupo, porque si no eres simpático de primeras el resto de la manada te va a mirar con recelo por pensar que ocultas algo y cuando eso se piensa se hace siempre para mal. Vas a empezar con mal pie y tendrás que trabajar el doble para ganarte simpatías, unas simpatías que el desprendido ya se ha ganado de salida, aunque sea un mal bicho o un falso. El marketing y las relaciones públicas siempre han tenido un gran peso a la hora de ser percibidos por los demás, porque conocer el interior de alguien lleva tiempo y esfuerzo, mientras que el primer vistazo es inmediato y no cuesta nada y por eso muchos se conforman con eso y no pasan de ahí. 


Yo siempre he tenido un serio problema con todo eso porque mi carácter está lejos de ser el de un vendedor vocacional. Hay gente que sabe venderse muy bien, lo llevan en la sangre y para ellos surge de forma natural, enseguida saben granjearse las simpatías de los demás y parecer alguien cuya presencia aporta algo, que es lo que siempre se ha denominado como carisma. Luego estamos los que no somos carismáticos o no lo somos en el buen sentido, los que no vendemos esa simpatía inmediata o peor aún, vendemos sensación de extrañeza y rareza, que a muchos echa para atrás. Siempre va a lograr más cosas un tonto o un sinvergüenza con carisma que un tipo de apariencia gris que sea una lumbrera o tremendamente íntegro. De esas primeras impresiones pueden surgir muchos prejuicios y yo precisamente soy prejuicioso con aquellos que te abrazan sin conocerte de nada, porque la experiencia me ha enseñado que siempre hay algo impostado en ellos y eso no me gusta, no me gusta que me prometan el paraíso para engatusarme y que luego no me lo den.


Y es que debo decir que nunca me ha gustado la gente que te trata de amiga a la primera vez, porque en (casi) todos los casos te van a olvidar tan rápido como te han conocido, porque tu no les interesas más que el de al lado, eres un peón más en su partida de ajedrez. Hay una falsedad autoasumida disfrazada de simpatía que me revuelve por dentro, es algo que me impregna de rabia y que no puedo obviar. Yo trato de descubrirlos, pero no toda la gente invierte el tiempo necesario en ello y quizá tampoco les importe, a ellos les interesa esa promesa y con eso les vale, quizá porque también perciben que es todo fachada pero tampoco les molesta al ajustarse a sus intereses, una curiosa reacción de hipocresía mutua que me parece muy triste. 


Estos días he leído un artículo sobre estas características que le convierten a uno en un hombre invisible y me ha parecido muy interesante. Se lo adjunto a continuación.


"Sentado en una mesa de una cafetería, saboreando un buen té, distraigo mi atención observando, e inevitablemente escuchando conversaciones vecinas, por esa costumbre nacional de hablar levantando la voz. Aunque no lo quieras, te enteras de todo. Observo a una chica que ha escogido un rincón para ensimismarse en su lectura. El camarero ha servido ya a dos mesas posteriores a su llegada. Aunque ella lo mira, él no la ve. Parece invisible. En cambio, una señora que viene de comprar en el mercado ha realizado una entrada triunfal. No solo todo el mundo se ha enterado de su presencia, sino que se sabe lo que va a desayunar, sobre todo el camarero al que le faltan manos para servirle. La chica de la lectura mueve la cabeza negativamente. En parte por la discriminación, en parte porque aquellos gritos la sacan de su ensimismamiento.
Las mesas colindantes siguen conversaciones diferentes, aunque con algún factor en común. Dos mujeres, cercanas a la cincuentena, se quejan amargamente de que a su edad ya no son visibles. No sienten la mirada ajena. Una pareja cercana a mi mesa discute. Él le decía a ella: “Últimamente ni me ves”. En la barra de la cafetería, un padre muy cabreado le decía a su hijo adolescente: “No quiero verte más”. Lo más seguro es que no fuera cierto, pero la expresión revela un tema, más profundo de lo que aparenta, sobre el acto de ver y ser vistos. Para una cultura tan visual como la nuestra, acostumbrada ya a verlo y retratarlo todo, se ha convertido en un deseo y una necesidad salir en la foto o, por el contrario, ausentarse de ella.
Todas estas escenas recuerdan una de las más célebres canciones del musical Chicago de Bob Fosse. El resignado marido de Roxy Hart, Amos Hart, entona su lamento describiéndose como Míster Celofán. El hombre transparente, no por su autenticidad sino por falta de reconocimiento. Ver y ser vistos. Pero ¿qué es lo que queremos ver? ¿Cómo queremos ser vistos? Aún cabe otra pregunta: ¿qué es lo que realmente vemos?
Una posible respuesta podría ser la siguiente: el material psicológico, los contenidos que hemos introducido en la mente, y los movimientos psíquicos que hemos convertido en hábito conforman el conjunto de imágenes que tenemos sobre nosotros mismos, los demás y el mundo que nos circunda. Unos contenidos que se han alimentado también de la cultura familiar, social e histórica que nos ha tocado vivir. Con todo ello hemos organizado la mente, que ahora con suma pulcritud obedece a los programas que se han automatizado en el inconsciente. Entonces, se debe tener en cuenta que los ojos no son los que miran, sino que quien lo hace es la mente de cada uno. Y ve según lo que la hemos enseñado a mirar.
En la imagen que cada uno construye de sí mismo, existe el deseo tanto de estar presentes como ausentes. En algunos aspectos se echa en falta ser más reconocidos, en otros se preferiría poder desaparecer. A veces gusta ser el centro de atención, otras pasar inadvertidos.
Lo habitual entonces es que se transite por diferentes momentos, contextos, situaciones y estados de ánimo en los que se prefiere estar presente o ausente. Cuando se respetan los tránsitos, el sentimiento se fluye con la vida. Se es libre de escoger. Podría ocurrir, por el contrario, que se acabe viviendo condenados a la eterna necesidad de reconocimiento (personal, social, profesional) o de aislamiento. Cuando es así, la mente de cada persona necesita reorganizar su propia visión y la del mundo.
Uno de los mayores miedos que se pueden padecer es el rechazo. Sentirse abandonado, despreciado o descuidado por la tribu dispara todas las alarmas de la existencia. El poder de las relaciones se basa en la capacidad de generar vínculos estables, duraderos y de protección. No obstante, las experiencias que cada uno ha vivido al respecto han conformado estilos afectivos diferentes. Unos aprenden a incluirse, otros a excluirse. Es como un destino. Tarde o temprano acaban dentro o fuera. A veces los descartan. A veces se autodestierran.
Las sociedades hacen lo mismo con sus miembros, sobre todo aquellos que no responden a los estándares y modas. De la misma manera que muchos reconocimientos son exagerados, falsos o injustos, gran parte de las exclusiones también lo son. Aunque se presuma del valor de la justicia, muchos gestos de los que apenas se es consciente invisibilizan al otro, lo apartan de la peor de las maneras que es la indiferencia. Como Míster Celofán. Hay quien prefiere un reconocimiento en negativo, antes que ser completamente ignorado.
La falta de reconocimiento obedece a dificultades de inclusión, como la chica de la cafetería cuya presencia solo asomó cuando se quejó al camarero. Tuvo que enfadarse para poderse hacer visible. Pero al hacerlo así, no se siente bien, se culpa o acusa al mundo por no estar pendiente de ella. No se le ocurre “hacerse presente”, mostrarse, pedir, expresarse asertivamente. Pero esta situación también obedece a las expectativas. Muchas personas hacen grandes esfuerzos, se cargan de responsabilidades o llaman la atención con tal de recibir aplausos, agradecimientos y valorización. Puede que se confunda el medio con el fin. Si cabe algún acto sincero de reconocimiento es ser aceptados y queridos por lo que se es y no por lo que se hace, se aparenta o se logra.
El miedo a no ser recordados es, en el fondo, un temor a ser ignorados. Si nadie nos ve, ¿existimos? Por supuesto, uno puede hacerlo todo solo y para sí mismo o, como el eremita, hacerlo aisladamente por el bien espiritual de la humanidad. Sería suficiente con que cada uno apreciara quién es, cómo es y lo que hace, mejor o peor.
Sin embargo, pronto llega la mirada del otro. Una forma de percibirnos que tanto puede ser apreciativa como despreciativa. O peor aún, ser vistos y no vistos. Ahí se encuentra el secreto del equilibrio entre lo interno y lo externo. ¿Hasta dónde sabemos apreciarnos? ¿Hasta dónde necesitamos ser apreciados? ¿Hasta dónde nos afecta el desprecio externo? ¿Necesitamos ser reconocidos por los demás para ser, para saber cómo ser? ¿Somos personas apreciativas? ¿Destacamos lo bueno de las personas y lo que hacen con la mejor de las intenciones? ¿Tendemos al desprecio, a ver siempre lo que falta o lo que no está perfecto? Según seamos en ese interior individual, así seremos ahí afuera aunque lo disfracemos con máscaras sonrientes.
No solo se trata de bucear introspectivamente. Como escuché a Begoña Román, catedrática de Filosofía de la Universidad de Barcelona, quizás vaya siendo hora de introducir la escucha en un mundo tan visual. Podría ser que el problema sea estar más desnutridos de ser escuchados que de ser vistos. Llega un momento en que más que reforzar el sentido de la vista, se necesita afinar el oído y también el tacto.
Hay una tarea que resulta ineludible: educar la mirada, amplificar la escucha y apreciar la calidez. La mirada se educa revisando lo que tenemos tendencia a percibir, y aumentando el campo de visión. Para ello, como advierte el psicólogo Joan Quintana, hay que preguntar a los otros lo que cada uno no aprecia o no sabe ver. La escucha requiere atención, disponibilidad, profundidad. Va más allá de una simple mirada. Y la calidez adentra, como ningún otro canal, en el contacto respetuoso, amable y tierno con el otro. No hay mayor reconocimiento".

 http://elpais.com/elpais/2014/10/17/eps/1413546201_223115.html


Lo cierto es que todos hemos sido alguna vez un señor o señora celofán, invisible o incluso pegajoso para los demás. Pegajosos si no hacen caso de lo que les decimos por considerarnos faltos de autoridad, aunque tengamos razón, algo que yo he podido experimentar de primera mano cuando ha habido gente que no ha hecho caso de las cosas que le he dicho y que incluso se lo ha tomado a burla por venir de mí. Pero a la hora de haber vivido experiencias del estilo Señor Celofán la palma se la lleva aquella vez en el trabajo que una compañera se dio cuenta de que me había cortado el pelo dos semanas más tarde, cuando yo ya llevaba varios días con una diferencia notoria de pelo sobre mi cabeza, dejándome pasmado. Ella era del tipo que enumeraba al principio de la entrada, de las que iban de simpáticas con todo el mundo y a las que la mayoría considerarían un encanto, pero a las que empiezas a ver las costuras cuando profundizas un poco, pues ya se cuidaba de agradar más a los que más le convenían y se dejaba querer por los jefes en una suerte de flirteo inocente, de hacerse desear, que es siempre el arma que usan este tipo de mujeres para llegar a la cima (tristemente, en un mundo de hombres hay que jugar con las reglas del machismo para ir ganando las partidas, porque una mujer que no sea "simpática" lo tiene siempre más complicado para trepar aunque su talento sea mayor). Como yo no dejaba de ser un tipo corriente y moliente tampoco estimó darme más bola de la necesaria y eso incluía no mirarme a la cara aunque por cuestiones laborales habláramos varias veces a diario. Algo que sospechaba por encontrarla mirando siempre al ordenador y que tuve claro cuando me comentó lo del corte de pelo dos semanas después y que me dejó patidifuso, se ve que debía darle un poco de grima para no querer mirarme ni una vez. Una chica muy "simpática" que me demostró que era una elementa asquerosa a la que tuve la suerte de perder de vista hace tiempo. Porque eso es lo que merecen la mayoría de los que nos tratan como seres invisibles, que los mandemos a la mierda, si no de viva voz delante suyo, al menos de pensamiento y acto.


"Masters of Sex". Estudios sobre la naturaleza humana

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En los últimos años las series de televisión han superado a las películas de cine a la hora de convertirse en fenómenos culturales de masas y hoy es más fácil encontrar legiones de seguidores de tal o cual serie que de la mayoría de películas que llegan a los cines. Las series tenían el lastre cultural de ser distracciones a veces muy simples y vulgares para un gran público poco exigente, a la manera en la que hoy lo son los realities, pero desde hace años ha habido un incremento de la audacia narrativa que ha facilitado este “boom”. De este modo, hay gente que dedica horas cada día a ver capítulos de diversas series, para tratar de no perderse nada de lo bueno que pueda surgir, que puede aparecer en el primer capítulo o puede tardar algo más. Por ello, muchas veces se dice que en tal o cual serie hay que ver varios capítulos para engancharse o que la segunda temporada es mejor que la primera y que hay que darle un margen al producto, algo en lo que yo no participo. Yo soy de los que se acercan a las series un tiempo después de que hayan aparecido, cuando la trama me interesa y cuando he oído opiniones fiables sobre ella. Y me gusta también verlas del tirón y dedicarlas toda mi atención, del mismo modo que suelo leer un libro y no varios a la vez, porque al final de probar de tantos lados acabas por no disfrutar de ninguno. En los libros siempre me fijo en la primera página y si consigue atraer mi atención ese libro me gustará, si no es así, ya puede estar bien considerado que no me cambiará la vida, algo que se repite en las series. Todas las series que me han gustado lo han hecho desde el principio y con esas son con las que me quedo, no tengo tiempo ni ganas de ver series que mejoran con el tiempo. Y una de las que me ha gustado desde el primer episodio es de la que voy a hablar a continuación, “Masters of Sex”.

  
La serie se centra en las figuras del ginecólogo William Masters (Michael Sheen) y la psicóloga Virginia Johnson (Lizzy Caplan), cuyos estudios sobre la sexualidad a mediados de los 60 cambiaron el modo de ver las relaciones de pareja en la sociedad estadounidense de la época. Juntos estudiaron la respuesta sexual humana, realizando un exhaustivo estudio en el que participaron diferentes parejas y tras su observación y análisis de los datos obtenidos de los encuentros sexuales de las personas que participaron en el estudio, diferenciaron 5 fases en la respuesta sexual humana: deseo, excitación, meseta, orgasmo y resolución.



Masters y Johnson se conocieron en 1957 y desde entonces formaron un equipo de trabajo altamente curioso y prolífico. Publicaron “La respuesta sexual humana” (1966), “Incompatibilidad sexual humana” (1970) y “El vínculo del placer” (1975), obras fundamentales de la sexología y base de otras investigaciones posteriores. Sus trabajos acabaron uniéndoles más allá de lo profesional y terminaron siendo también pareja sentimental.


Es inevitable que venga a la cabeza “Mad Men” cuando uno ve “Masters of Sex”, pues cambia el mundo de la publicidad por el de un estudio sobre sexualidad pero se mantienen algunas características. La acción se desarrolla en una época similar (aquí empieza a finales de los 50 y principios de los 60, por ello la estética es muy parecida) y se mantienen las reflexiones sobre el papel de los hombres y las mujeres en aquellos tiempos. De unos hombres al cargo de la sociedad, que no sabían o no les interesaba lo que les sucedía las mujeres y de cómo las mujeres eran educadas para ser buenas esposas y madres y aquellas que no encajaban en el molde lo pasaban bastante mal. 

 
El doctor Masters es un hombre de una psicología bastante compleja y está casado con una mujer de catálogo, rubia, guapa y hacendosa, de las que nunca dicen una palabra más alta que otra y que parecen no reaccionar a ninguno de los problemas que las acechan, incluida la lejanía emocional de su marido. La que se sale de lo común es Virginia Johnson, mujer divorciada, con dos hijos a su cargo y a la que no le asusta participar en un estudio sobre sexualidad ni teme ser considerada una libertina por hacerlo. Una pionera en un momento en el que esas cuestiones eran cosas de las que era mejor no hablar por considerarlas sucias e inmorales y que acabará atrayendo vivamente la atención de Masters. Así, ambos explorarán las características del sexo en hombres y mujeres, la excitación, el orgasmo, las disfunciones y demás respuestas corporales, llegando a conclusiones que hoy son el pan nuestro de cada día y que entonces eran prácticamente desconocidas. Todo ello mientras entre ambos se va construyendo una atracción que ninguno podrá negar, aunque a veces se disfrace de celo profesional.

 

Todo el reparto cumple adecuadamente con su labor, destacando especialmente una Lizzy Caplan que hasta ahora se había tenido que conformar con pequeños papeles en películas y series y que encuentra la oportunidad de lucir su potencial como esa Virginia Johnson adelantada a su tiempo. Con sencillez y sin grandes alardes, Caplan compone un personaje que acaba siendo el motor de la serie, el impulsor de las acciones de Masters y del interés de las tramas. Ella es la gran mujer tras un Masters (bien encarnado por Michael Sheen, especializado en dar vida a personajes reales, como ya hiciera con Tony Blair en “The Queen”, el periodista David Frost en “Frost contra Nixon” y el entrenador de fútbol Brian Clough en “The damned united”, aunque aquí el parecido físico con el Masters real es nulo) que responde al modelo clásico masculino de ser bastante cerrado y enigmático respecto a sus sentimientos y del que iremos descubriendo detalles poco a poco, en una suerte de inversión de papeles en la que el doctor se convertirá también en objeto de estudio.



Si algo se le puede reprochar a “Masters of Sex” es que recuerda a “Mad Men” y en la comparación sale perdiendo, porque la serie de los publicistas de la avenida Madison es una obra maestra y una memorable exploración de la psicología humana. No obstante, esta serie sobre las peripecias de Masters y Johnson tiene un indudable interés y puede resultar más accesible para aquellos a los que “Mad Men” les parezca demasiado existencialista. Si el primer capítulo consigue llamar su atención seguro que seguirán adelante con ella.


"Mil maneras de morder el polvo" y "Open Windows". El pasado y el presente

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Seth MacFarlane es un nombre que por si solo no ha sido muy conocido hasta hace relativamente poco, especialmente fuera de los Estados Unidos.Ese hombre se encuentra detrás de series de animación que han seguido la senda de incorrección política que iniciara “Los Simpson” y ha sido creador de productos como “Padre de familia”, “Padre made in USA” y “El show de Cleveland”, en los que también ha puesto voces a varios de los personajes. Hace un par de años quiso dar el salto al cine y dirigió “Ted”, una película protagonizada por Mark Wahlberg y un oso de peluche llamado Ted, que tenía la capacidad de moverse y hablar y se integraba en la sociedad como uno más. El propio Ted tenía la voz en versión original de MacFarlane, que dotó al personaje del vocabulario sin demasiadas contemplaciones y de las referencias pop que han dado el éxito a sus series.


“Ted” fue todo un éxito, especialmente en su país de origen y MacFarlane decidió salir de las bambalinas donde había estado, parapetado tras sus personajes, para dar la cara y tratar de hacer humor en primera persona. Así fue como el año pasado fue elegido como presentador de la gala de los Oscar, un regalo que puede estar envenenado por el alto nivel de críticas que suelen recibir la mayoría de sus conductores a menos que decidan hacer sangre sobre el mundo de Hollywood, como bien supo ver Ricky Gervais cuando fue presentador de los Globos de Oro. MacFarlane sabía que manteniendo un exceso de corrección, dados sus antecedentes, estaba muerto, así que optó por hacer un número musical en el que se hacía referencia a actrices y películas en las que habían enseñado el pecho, con especial relevancia para todas las películas en las que lo había hecho Kate Winslet y con reacciones pregrabadas para realzar el tono del gag.



Ahora, McFarlane ha dirigido su segundo largometraje, para el que también se ha colocado como protagonista y con el que pretende ironizar sobre los tópicos del cine del Oeste, el género americano por excelencia, en un tono paródico que recuerda a Mel Brooks (“Sillas de montar calientes”) y al cine de Jerry Zucker, David Zucker y Jim Abrahams, directores de películas como “Aterriza como puedas” o “Top secret”. Por ahí se mueve “Mil maneras de morder el polvo”.


A Albert (Seth MacFarlane) lo abandona su novia (Amanda Seyfried) cuando lo ve huir despavorido de un tiroteo y se empareja con el engreído dueño de la mostachería del pueblo (Neil Patrick Harris). Para demostrarle que no es un cobarde, Albert aprende a disparar con la ayuda de una atractiva pistolera que llega a la ciudad (Charlize Theron). Lo que Albert no sabe es que la pistolera es la mujer del forajido Clinch Leatherwood (Liam Neeson).


La película empieza como una del Oeste que hemos visto tantas veces, con paisajes de Monument Valley (nada de simulaciones en Almería para abaratar costes), música y títulos de crédito que simulan a los de los clásicos. Nos ubicamos en un pueblo de Arizona en 1882 y vemos las calles polvorientas y la gente expectante ante la proximidad de un duelo entre dos pistoleros, hasta que descubrimos que uno de ellos es el ovejero que encarna McFarlane y el humor hace acto de presencia. Lo que veremos durante las casi dos horas siguientes será una sucesión de chistes y gags, algunos más felices y otros más cutres, con gran presencia de un humor escatológico de caca-culo-pedo-pis, que a veces hace gracia y a veces empalaga (resulta curioso la fascinación que hay en el humor americano por los chistes con laxantes de por medio, ya vistos en multitud de películas). 



Lo más acertado de la película es el sentido paródico que se le dan a los tópicos del western (el héroe a su pesar, el pistolero malo, la chica dura, los duelos en la calle principal, las peleas en el salón o las prostitutas de buen corazón) y a una forma de vida que en el cine siempre ha sido mostrada como un universo de tipos duros en el que la muerte siempre acechaba a la vuelta de la esquina y donde nunca se sonreía en las fotos. MacFarlane es el primero en tomarse muy poco en serio lo que está contando y su personaje parece trasplantado de nuestro tiempo, criticando e ironizando todo lo salvaje que había en el Lejano Oeste.



Entre lo bueno de la película hay que destacar la labor de su reparto, con una buena química entre McFarlane y una Charlize Theron que muestra una vez más que en el territorio gamberro es donde más a gusto se siente (si no la han visto, no se pierdan “Young Adult”, donde para mí hace la mejor interpretación de su carrera, en un registro más dramático que aquí). Tampoco me quiero olvidar de Giovanni Ribisi y Sarah Silverman, que interpretan a una curiosa pareja que no va a practicar sexo hasta estar casados, pero que eso no quita para que ella ejerza la prostitución y haga de todo con otros hombres en el saloon mientras él la espera en la planta de abajo con un ramo de flores. Liam Neeson, que desde que enviudó hace unos años parece haber decidido no dejar de hacer todo tipo de películas para sobrellevar su situación, cumple como el malo de la función tirando de carisma.



“Mil maneras de morder el polvo” es una película que gustará especialmente a los que se rían con el humor zafio, con guiños a “Regreso al futuro” y “Django desencadenado” y que deja el regusto de ser un sketch alargado del programa “Saturday Night Live”. Para pasar un rato divertido y poco más.



En un tono más serio se mueve la nueva película del director español Nacho Vigalondo, que logró cierta repercusión en nuestro país cuando hace unos años fue nominado al Oscar al mejor cortometraje  por su “7.35 de la mañana”. Debutó con “Los cronocrímenes” y siguió con “Extraterrestre”, dos muestras de cine fantástico mezclado con costumbrismo que pasaron sin pena ni gloria por las salas y que le han dado un aura de director de culto, de esos de los que se habla en círculos especializados pero a los que la gente de a pie apenas conoce. Su tercer largometraje, “Open Windows” llega ahora a las pantallas para contar una historia muy influida por las nuevas tecnologías de las que disponemos hoy día.

 

Nick (Elijah Wood) se considera un chico con suerte porque va a conocer a Jill Goddard (Sasha Grey), la actriz más excitante del momento. Jill está promocionando su última película y Nick ha ganado una cena con ella en un concurso on-line. Poco antes de salir, un tal Chord (Neil Maskell) le comunica que la caprichosa actriz ha cancelado la cita. Para compensarlo, le ofrece a Nick la posibilidad de espiar a Jill durante la noche desde su portátil.



Vigalondo afronta en “Open Windows” su mayor reto como director a la hora de contar una historia con un lenguaje visual fragmentado, en el que la trama se va desvelando en varias ventanas de la pantalla de un ordenador que muestra los escenarios donde se desarrolla la intriga. Este es un desafío del que el director consigue salir airoso, mostrándonos con ligeros movimientos de cámara hacia donde debemos centrar nuestra atención. De esta manera, el espectador acaba adoptando el punto de vista de Nick, un fan ilusionado con conocer a su actriz favorita. Lo que no puede prever es que se va a meter en un lío de narices a su pesar, siendo objeto de oscuras maniobras que lo pondrán en el punto de mira, tal y como plantean muchas de las  tramas del cine de Hitchcock. En esta ventana indiscreta cibernética el tipo normal deberá convertirse en héroe si quiere salvar a la chica de la amenaza que se cierne sobre ella.

 

El propio Vigalondo ha reconocido tener a Brian De Palma, alumno aventajado del maestro del suspense, como referente a la hora de hacer esta película y a la narrativa de pantalla partida, de mostrar acciones paralelas en lugares diferentes que ha aplicado tantas veces el director de “Impacto”, “Doble cuerpo” o “Femme Fatale”. Una narrativa que refuerza el papel del espectador como “voyeur”, como un mirón que siente curiosidad por todo lo que se desarrolla ante sus ojos y que en ocasiones es capaz de ver lo que va a suceder antes de lo que sepan sus protagonistas, un elemento que el propio Hitchcock estimó básico para crear suspense. 



Como Hitchcock y De Palma han mostrado en varias ocasiones en su cine, en “Open Windows” es una mujer la que está en peligro y es un peligro que nace del deseo, de alguien que busca consumarlo de una manera anormal, pero que no se diferencia tanto del héroe, que también desea a la mujer, aunque de un modo menos peligroso. En ese sentido, es un acierto incluir a Sasha Grey como esa actriz deseada, dado el pasado de Grey como icono del cine pornográfico y como fantasía para tantos hombres (y algunas mujeres). La película habla también de los peligros de la sobreexposición que han creado las nuevas tecnologías, de la posibilidad de ser esclavos de unos aparatos que al mismo tiempo nos solucionan muchos problemas. La tecnología es la que pone en peligro a Nick y a Jill, pero también es la que les ayuda a luchar contra el mal que les acecha. 



Vigalondo sabe mantener la intriga y construye una trama muy entretenida que se sigue con interés. Resulta un poco más forzada en su tramo final, cuando se producen una serie de giros precisamente demasiado peliculeros, donde el artificio se hace más evidente. Hasta ese momento somos testigos de un interesante proceso que pierde un poco de fuelle cuando se revela el truco final. De todos modos, es un mal menor para una película bien dirigida e interpretada y que me ha dejado con un buen sabor de boca tras las malas sensaciones que experimenté en su momento con “Los cronocrímenes”, para mí una película que se quedaba a medio camino de casi todo.


Conociendo clásicos del cine

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Los que me lean pueden pensar que soy un cinéfilo impenitente y que no hay película que no haya visto, lo cual no es del todo cierto. Me gusta el cine y leer sobre cine y conocer lo máximo que pueda, de modo que hay películas y directores que sé por donde se mueven aunque no haya visto sus trabajos, que hago si me llaman la atención y me conformo con conocer su existencia si no me atraen mucho. Estos últimos días me he puesto al tanto con dos de esas películas que ha visto un gran número de personas y que aún no me había puesto ante los ojos. Una de ellas fue "La noche de Halloween", el clásico del cine de terror dirigido por John Carpenter en 1978, sobre el asesino Michael Myers y lo mal que se lo hace pasar a una jovencita Jamie Lee Curtis. Una película que apuesta más por el suspense que por la sangre y que fue una de las precursoras del cine de género de asesinos en serie que se materializaría en los años siguientes, con una banda sonora a cargo del propio director que ya es un sonido popular cuando se habla de terrores.


 
Pero no es de terrores ni de noches de Halloween de lo que quiero hablar en esta ocasión, sino del otro clásico que tenía pendiente, de la película "Annie Hall" de Woody Allen. Cuando realizó esta película en 1977, Allen ya se había ganado cierta fama como actor y director de comedias como "Toma el dinero y corre", "Bananas" o "El dormilón" y había llevado al extremo su papel de hombre enclenque y neurótico para provocar la carcajada, pero lo cierto es que Allen tenía ganas de más. Él tenía la pretensión de hacer cine como el de sus admirados Federico Fellini e Ingmar Bergman y hacer una obra maestra que hablase del carácter humano y de esas cosas que le preocupaban en un tono más serio. Y de esa intención nació "Annie Hall", que terminó siendo galardonada con 4 Oscar, a la mejor película, al mejor director y mejor guión para Allen y mejor actriz para Diane Keaton, cuando aún era una intérprete interesante y no la caricatura de sí misma en la que se ha convertido.


La cinta es un relato sobre un comediante neurótico neoyorquino, Alvy Singer (Allen), y su compañera sentimental, Annie Hall (Diane Keaton), tan neurótica como él. Comienza con su primer encuentro y nos cuenta la historia de su relación afectiva a lo largo de los años, a modo de documento sobre el amor en los años 70. Se dice que la historia habla de la relación entre Allen y Keaton, quienes fueron pareja en la vida real. Una relación de la que siempre Allen ha asegurado que le ha influido mucho a la hora de ver a las mujeres, uno de los grandes temas de su obra. La narración tiene una gran influencia del cine europeo de su tiempo a la hora de plasmar la trama con gran libertad narrativa, dando saltos en el tiempo y fijándose en detalles naturalistas en los que las películas románticas de Hollywood no solían fijarse mucho, con un enfoque mucho más realista. Uno de esos momentos es el cortejo entre Alvy y Annie, en el que están hablando de una cosa y unos subtítulos nos cuentan lo que están pensando en realidad


Lo cierto es que "Annie Hall" tiene varios momentos para recordar y con algunos de ellos me identifico en muchos sentidos. En este otro, Allen satiriza al que va dándoselas de intelectual y resulta ser un impostor al que casi nadie pilla en falta porque parece saber de lo que habla, pero no hace más que tirar de lugares comunes y aparentar que sabe más de lo que sabe. Con algunos de estos me he cruzado en más de una ocasión y he tenido que aguantar cómo se decía de ellos que sabían mucho cuando no era así.


En este otro fragmento se nos muestra a Alvy animando a Annie a tomar clases para aumentar su nivel cultural y al final ella se acaba liando con uno de sus profesores, así que Alvy pregunta a la gente de la calle sobre las relaciones amorosas. Resulta impagable la reacción de la pareja del final del vídeo.


Y este otro pertenece al final de la película, donde se muestra a Alvy representando una obra de teatro en la que ha plasmado su relación con Annie, trasunto del propio Allen mostrando su relación con Keaton en la película. Del mismo modo, conocemos lo que pasado después entre ellos, en ese tono melancólico que impregna la historia


No pongo más para no destripar más la historia, aunque no hay suspense alguno, ya que desde el principio se deja claro lo que va a suceder. Lo estimulante de "Annie Hall" es ver ese retrato de las relaciones amorosas y de lo difícil que es mantener esa pasión y ese interés del principio, de cómo alguien a quien creíamos para siempre en nuestras vidas simplemente se va y la vida continúa. Un tema que entronca con la forma de ser del propio Allen, siempre angustiado por el sentido de la vida y que ha resuelto de forma cómica o dramática en su filmografía. Mucha gente identifica a Allen con la risotada, pero lo cierto es que tras esa risotada se esconde una gran lágrima. Precisamente, estos días he tenido la oportunidad de leer una entrevista al actor y director con motivo del próximo estreno de su penúltima película (digo penúltima porque Allen rueda una tras otra y cuando estrena un filme tiene otro en desarrollo), en la que habla de sus habituales preocupaciones. Aquí se la dejo, por si les interesa.

http://elpais.com/elpais/2014/10/31/eps/1414762803_707682.html

Los chistes, la angustia existencial, el autoanálisis, la lucidez. Los pensamientos sombríos, los requiebros, la falta de esperanza, el buen humor. El cine de Woody Allen contiene todos estos elementos, Woody Allen se compone de todos ellos, y todos ellos aparecen a lo largo de esta entrevista que se celebra en un lujoso hotel de París. A punto de cumplir los 80 años, el viejo Allan Stewart Königsberg, mago de la palabra cinematográfica, reverenciado director y agudo comediante, autor de películas deslumbrantes como Manhattan, Annie Hall, Zelig o Delitos y faltas, entre muchas otras, acude fiel a su cita anual con las pantallas, un compromiso del que no se ha apeado más que dos veces desde el año 1966. Una película al año. Su compulsión en la elaboración de largometrajes no tiene parangón. Y ya van 46 películas detrás de la cámara.

Magia a la luz de la luna, su nueva entrega, la historia de un mago interpretado por Colin Firth que intenta desenmascarar a una médium (Emma Stone) en la Francia de los años veinte (se estrena el próximo 5 de diciembre), llega después de una de las más aclamadas películas de su filmografía, Blue Jasmine. Allen se muestra en buena forma durante la entrevista. Cualquiera diría que va a cumplir 80. Sólo se incomoda cuando es preguntado por la acusación de su hija adoptiva Dylan Farrow, que afirma haber sido víctima de abusos sexuales cuando tenía siete años. A pesar de que el caso fue desestimado en 1993 por falta de pruebas, Dylan Farrow escribió el pasado mes de febrero una carta en The New York Times en la que volvía a acusarle. Sólo en lo relativo a esta cuestión Allen se revuelve en el sillón, sobrepone su argumentario sobre el enunciado de la pregunta y hace todo lo posible por evitar la cuestión.
El hombre que sueña con arañas, según confiesa, y cuya película favorita es El ladrón de bicicletas, del maestro De Sica, responde ligeramente repantingado en una butaca de la habitación 205 del hotel Le Bristol en el que botones con bonete acarrean paquetes por recepción como si siguiéramos en ese París de los años veinte que a Allen tanto le fascina. Habla con cierta lentitud, lúcido y pesimista. De vez en cuando, detrás de sus palabras, emerge su sonrisa de niño pillo.

A través del mago Stanley Crawford, el protagonista de su nueva película, usted describe a un hombre que quiere escapar de la realidad para abrazar la magia. ¿Hace usted lo mismo? Sí, pero no podemos. A los dos nos gustaría que hubiera algo mágico en el universo, en la vida, pero, desafortunadamente, parece que lo que ves es lo que hay.

O sea, que es usted tan racional como el personaje. Totalmente.

¿Y qué supone esto en su vida? Significa que la mayor parte del tiempo estás deprimido, en vez de estar feliz. Es triste la condición del ser humano, tener que pasar por esto…

¿A qué se refiere? Vivimos en un mundo que no tiene sentido, ni propósito. Somos mortales, y todas las preguntas importantes… Para mí lo importante no ha sido nunca quién es el presidente de Estados Unidos, esas cuestiones van y vienen. Las preguntas importantes se quedan con nosotros y no tienen respuesta. ¿Por qué estamos aquí? ¿Qué estamos haciendo aquí? ¿De qué va esto? ¿Por qué es importante que envejezcamos, por qué morimos? ¿Qué significa la vida? Y si no significa nada, ¿de qué sirve? Esas son las grandes cuestiones que nos vuelven locos, no tienen respuesta, y uno tiene que seguir adelante y olvidarse de ellas.

Usted ha abordado todas estas cuestiones a lo largo de su filmografía. A medida que pasa el tiempo, ¿las afronta uno de un modo distinto? Alguna gente sí; alguna gente cambia. Yo no he cambiado lo suficiente; ojalá hubiera podido cambiar más. Hay gente cuyos puntos de vista se modifican según pasan las décadas. Empiezan creyendo en Dios y cuando son más mayores ya no creen porque la vida les ha desilusionado. A otros les pasa lo contrario, se hacen mayores y empiezan a creer en Dios porque su experiencia les lleva a la conclusión de que hay un poder superior, que hay algo más…

No es su caso. No, yo no creo. Tengo una visión pesimista y realista de las cosas. Como Colin Firth en esta película, creo que lo que ves es lo que hay.

En un momento dado de la película, el personaje interpretado por Emma Stone dice algo como: “Todos necesitamos mentiras para poder vivir”. ¿Necesitamos mentiras para vivir? Sí; Nietzsche lo dijo; Freud lo dijo; Eugene O’Neill lo dijo en una de sus obras. Necesitamos espejismos, la vida es demasiado terrible de afrontar y no podemos afrontar la verdad de lo que es la vida porque es demasiado horrible. Cada ser humano posee un mecanismo de negación para sobrevivir. La única manera de sobrevivir es negar, ¿negar el qué?: negar la realidad. La vida es una situación tan trágica que solo negando la realidad sobrevives.

¿Siempre le pareció tan trágica la vida? Sí, desde que fui capaz de pensar, desde que tenía cinco años, siempre me pareció tremendamente trágica.

¿Por qué? Porque pude ver lo que era desde una edad temprana. Pude ver que naces, que no sabes por qué naces, que vives un número de años, impredeciblemente, puedes morir en cualquier momento, puedes morir a los 5 años o a los 15 o a los 50, nunca vas a sentirte seguro y relajado, siempre tienes que estar alerta; e incluso con esto, finalmente, vas a morir; estás condenado a muerte desde el nacimiento; consigues una pena de muerte en el instante en que naces, así que ¡muchas gracias! ¿Y todo para qué?

Usted viene haciendo una película al año desde 1966, con dos excepciones. ¿Cómo lo hace? No se debe confundir la cantidad con la calidad. He estado sano, gracias a Dios, y sigo trabajando, es agradable. Pero esto no dice nada de la calidad de las películas. Si me dijera que he estado haciendo grandes filmes, uno tras otro, desde 1966, eso sería un logro.

Bueno, de hecho es algo por lo que se le critica: por hacer muchas películas y, tal vez, no tan buenas como las que rodaba en los años setenta. ¿Qué opina sobre esto? No pienso nada, no significa nada para mí. Hay gente que me dice que Match Point; Midnight in Paris; Vicky, Cristina, Barcelona y Blue Jasmine son las mejores películas que he hecho en mi vida. ¿Qué más da lo que piense la gente? Da igual.

Y usted ¿qué piensa? He leído que es tan perfeccionista que cada vez que ve una de sus películas, no le gusta. ¿Está especialmente orgulloso de alguna de ellas? Oh, sí; creo que he hecho algunas películas buenas; no, grandes películas, pero sí películas buenas.

¿Cuáles serían esas para usted?La rosa púrpura del Cairo es una buena película; Zelig, también; Balas sobre Broadway

¿Qué hace que una cinta sea buena? Para mí una buena película es cuando estoy en casa, tengo una idea, la escribo, la filmo, la monto, le pongo la música y digo: “¡Salió como yo quería, es exactamente lo que quería!”.

Tengo entendido que cuando usted rodó Manhattan, no le gustó nada e incluso ofreció a United Artists rodar una de forma gratuita si no la exhibían.Sí, no estaba contento cuando acabé Manhattan porque no conseguí lo que quería. A la gente le gustó, fenomenal, pero no es lo que yo quería. Lo mismo me pasó con Hannah y sus hermanas, que tuvo mucho éxito, pero no para mí.

Más de una vez ha dicho usted que rodar es una manera de escapar de sus ansiedades. Sí, me permite no pensar en cuestiones sombrías. Pienso en si podré contratar a Emma Stone para la película, o a Colin Firth; si deberé rodarla en el sur de Francia o en Boston. Esos problemas triviales se pueden solucionar, y si no se solucionan, nadie me mata; si todo sale mal, mal, mal, el resultado es, simplemente, que tengo una mala película. Los otros problemas, los que no puedo resolver, sí que me matan.

Entre esos problemas estará, supongo, lo ocurrido este año con su hija adoptiva Dylan Farrow, que le habrá afectado… No, yo compartimento muy bien las cosas.

¿No le afecta? Yo sólo trabajo, no leo lo que dicen sobre mí en la prensa, nunca leo las críticas de mis películas, ni veo mis películas. No he vuelto a ver Toma el dinero y corre desde 1967, cuando la rodé… Yo solo trabajo; es lo único importante para mí; ni los premios, ni las críticas, ni las cuestiones financieras… No leo lo que se publica de mí en la prensa; sea bueno o malo, críticas…

Sí, pero esta vez tuvo la necesidad de escribir en The New York Timessu versión de los hechos… Sí, tuve que corregir algo.

Se trata de una acusación de abusos sexuales…Tuve que corregir algo y lo hice. Lo escribí rápido,no me llevó más de una hora. Y eso fue todo.

En Woody Allen: un documental, realizado en 2011, gente que trabajó con usted le describía como una persona tímida, un poco adolescente, hipocondriaco, lleno de fobias. ¿Es así? Hasta cierto punto. No estoy lleno de fobias, tengo algunas. No voy por túneles, soy claustrofóbico. No soy un hipocondriaco; más bien un alarmista: no imagino que estoy enfermo, pero si veo una cosa pequeñita aquí, una picadura de mosquito, pienso que es un tumor cerebral. Tengo peculiaridades, pero no son peligrosas…

Tímido… Sí, siempre luché contra esto. Ojalá no hubiera sido tan tímido, hubiera tenido una vida mejor si no llego a serlo.

Ha rodado la mayor parte de sus últimos largometrajes en Europa. ¿Lo ha hecho para poder mantener su independencia? No. Fue por cuestiones de financiación, al principio. Siempre he sido independiente, siempre he tenido el corte final, nunca, nunca, nunca han tocado mis películas, desde la primera que rodé.

¿Siempre ha sido libre? Completamente, libre al 100%.

¿Tuvo esto algún coste para usted? Mientras mis películas no salgan muy caras, les da igual lo que haga. Tuve problemas para conseguir dinero y me propusieron que si hacía Match Point en Londres, me la financiaban, así que fui y me gustó. Luego llamaron de España para que hiciera una película en Barcelona.

¿Qué recuerda de aquellos días en Barcelona? Me encantó, tuve una gran experiencia. Me encanta España en general. Mi mujer y yo lo pasamos muy bien allí. Vivimos en Barcelona una temporada, toqué mucho jazz. Me encantó Madrid cuando fui, San Sebastián… Y Oviedo me volvió loco: si alguna vez tuviera que jubilarme, Oviedo sería el sitio.

¡Vaya! Es precioso, me encanta el tiempo, las comidas, la gente… Y en Barcelona estuve varios meses; con Scarlett Johansson, con Javier Bardem, con Penélope Cruz, lo pasé muy bien.

Suele usted decir que en Europa le consideramos un intelectual porque lleva gafas de pasta, pero que en realidad no lo es… Sí, eso es lo que la gente piensa de mí.

O sea, que usted no es un intelectual. No soy un intelectual, pero la gente piensa que lo soy porque tengo el aspecto que se atribuye a los intelectuales. Pero estos no tienen un aspecto especial; tienen el mismo que los levantadores de pesas o que los jugadores de béisbol… Hace años, si leías mucho, se te estropeaba la vista, y si llevabas gafas era porque leías mucho, porque eras una persona de libros. Pero yo no soy un intelectual.

Acostumbra usted a contar que lo que le gusta es beberse una cerveza viendo un partido de béisbol… Sí, no soy un intelectual. Me gusta tocar jazz; me gusta ver baloncesto, béisbol, fútbol americano, tenis, me gustan los deportes… No son actividades de intelectual.

Después de venir tanto a Europa para sus películas, ¿no echa de menos Nueva York, como ciudad, para rodar? No, no demasiado. De vez en cuando me gustaría hacer una película en Nueva York, porque estoy loco por la ciudad de Nueva York, pero no es que me vaya a Sudán o a Libia a rodar; voy a hacer películas a Barcelona, Londres, París, Roma…

Sí, y se dice que sus películas son muy turísticas… Ah, sí, para mí las ciudades son personajes vivos, como Nueva York. El lugar en el que estoy es muy importante para mí, soy muy de ciudad y me gusta que el público sienta la ciudad como yo la siento. Con Nueva York me solían decir lo mismo, que no era tal y como yo la retrataba.

Eso le dijeron cuando hizo Manhattan Sí, y dije que me daba igual. Soy un artista, no soy un periodista; te muestro cómo siento Nueva York, mis impresiones de la ciudad, lo mismo con Barcelona y con Roma… Yo voy a esas ciudades como turista, soy un turista en Roma, soy un turista en Barcelona, y las veo desde los ojos del turista que se enamora de ellas. Como turista, no me enamoro de todas las ciudades a las que voy, he viajado por toda Europa. Pero he tenido un sentimiento muy apasionado en las ciudades en las que he rodado.

Sigue usted sin acudir a la entrega de los Oscar. ¿Por qué? No soy una persona de premios. Se puede decir cuál es la película favorita de uno, pero no cuál es la mejor película. ¿Quién puede decir eso? Son valoraciones personales, no significan nada. Para los Oscar, la gente hace campaña y gasta millones de dólares para comprar esos premios.

En otro orden de cosas, señor Allen, ¿a usted qué le preocupa del mundo en el que vivimos, del rumbo que ha tomado nuestra civilización? Soy muy pesimista porque el problema del mundo es que depende de la gente. Si miras la historia, ves que la gente no ha hecho un buen trabajo administrándolo, cuidándolo, viviendo en él. No tengo muy claro que el mundo vaya a sobrevivir; no hay muchas razones para el optimismo en estos momentos, tal vez en unos años haya mejores perspectivas.

¿No encuentra usted ningún motivo para la esperanza? Bueno, hay una porción de la gente que es agradable. Pero o no hay suficiente, o son demasiado pasivos, o la tarea es abrumadora; o los malos tienen más ambición y energía. Pero es difícil hallar un punto luminoso en la historia de la humanidad.

¿La gente, en general, no es buena? La gente, en general, está asustada. Y cuando están asustados, actúan equivocadamente, se comportan mal. Es la condición humana, la trágica condición de la existencia, la gente está ansiosa y asustada, no tiene nada en lo que creer, ni tiene esperanza, y la vida es muy complicada, y se comportan mal. Si mañana quedara claro que la vida tiene sentido, o que hay un dios en el universo, seguro que la gente actuaría mejor, y la situación cambiaría para mejor radicalmente. No es que la gente sea inherentemente mala, es que tiene miedo y por eso se comporta mal.

¿Lo tiene usted? Yo estoy tan asustado como los demás, más que la mayoría; y soy una de las personas que se comportan decentemente a pesar de todo. Hay gente así, pero no demasiada.

Al ritmo que sigue rodando, no parece que tenga usted pensado retirarse del cine. No tengo planes de retirarme en estos momentos. Pero puedo volver a mi habitación y me puede dar un infarto y quedar mal, y entonces me retiraría. Si la salud aguanta, si estoy sano y la gente quiere poner dinero para mis películas, no me retiraré. Si enfermo o la edad me ralentiza de un modo que me avergüence, o no consigo dinero para mis películas, pues me retiraré.

Y a estas alturas de la vida, usted ¿qué quiere? No lo sé. Dos camareras de cócteles de 20 años.

¿Nada más?¡No necesito nada más!

¿Nada más? No, ¡estoy en form
a!
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